Esos intrépidos Camoteros en sus máquinas silbantes

A Teresita Guasch, con Cariño


Apenas cae la noche, justo cuando las tinieblas comienzan a tomar control de todo y la luz comienza a perder la batalla para ceder su estafeta al alumbrado público, algunas calles de la Ciudad de México se ven de pronto invadidas -tomadas por asalto- por el lánguido silbido que brota de las entrañas de los carritos metálicos de los camoteros. Hay que decir que por desgracia son cada vez menos las personas dedicadas a esta actividad, así como los constructores de los curiosos vehículos que manejan. Los problemas de tránsito en la ciudad, el cierre o privatización de calles por medio de plumas y casetas de vigilancia, pero sobre todo la paulatina adopción de alimentos industrializados y el abandono de las calles por motivos de inseguridad han venido restringiendo el paso de los camoteros, quienes expenden una de las golosinas más tradicionales de la Ciudad de México. Los carritos camoteros existen en varios modelos, de acuerdo con su capacidad. Todos cuentan, sin embargo, con partes o secciones insustituibles entre las cuales se encuentran un par de cajones metálicos con jaladera, apilados sobre la caldera; el cajón inferior es propiamente la cavidad dedicada a la cocción del producto y el superior es utilizado para exponerlo a la vista del consumidor y mantener su temperatura una vez cocido y listo para la venta. Un camotero común comercializa entre 150 y 170 piezas al día, de las cuales cuarenta son camotes y las restantes setenta, plátanos. Para mantener el horno en funcionamiento a lo largo del trayecto o la ruta que el camotero se haya trazado hacen falta unos diez kilogramos de leña, cuya combustión eleva la temperatura de la caldera hasta unos 400 grados centígrados; esta es la causa por la que algunos camoteros son requeridos por su clientela para que cuezan en sus hornos pavos o piernas durante las fiestas decembrinas.


Una tradición gastronómica del mestizaje


Aunque los conocemos como camoteros, no son camotes lo único que estos personajes urbanos venden; ofrecen también plátanos machos (bananas) y el sistema de cocción que utilizan es el horneado, que se realiza en el mismo vehículo que empujan. Se trata de una tradición gastronómica mestiza, pues los plátanos son un producto de origen africano que llegó a la América continental tras haber sido aclimatado por los españoles en las islas del Caribe. Por su parte, el camote es un tubérculo cuyo cultivo estaba extendido por todo el continente antes de la conquista. Los camoteros de la Ciudad de México ofrecen generalmente camotes de piel púrpura y pulpa blanca (Camotli, en nahuatl) pero los hay amarillos (Cozticamotli) y blancos (Iztacamotli). Salidos del horno, estos barrocos alimentos se sirven al consumidor con una cobertura que puede incluir leche condensada, mermelada, miel, chocolate o grajeas coloridas, dependiendo del precio, la preferencia de cada vendedor o del área que le toca cubrir, y con ello hay que notar que este alimento adoptó también elementos culinarios marcadamente europeos. Plátanos y camotes se cuecen en ese artefacto rodante en un tiempo que oscila entre los treinta y los sesenta minutos dependiendo de la temperatura que alcance la caldera; hay que decir que ésta varía también en función de la velocidad con que es empujado el carrito, pues este horno rodante funciona alimentado por leña introducida a su parte baja por una ventana frontal que, al entrar el vehículo en movimiento, permite la alimentación de oxígeno a la cavidad ígnea. Para lograr la cocción y el mantenimiento de la temperatura cada uno de los cajones del carrito necesita estar cubierto por una “cama” de cáscaras de plátano que sirve para mantener húmedo el producto y evitar que tanto plátanos como camotes se peguen al metal, echándose a perder; nada se desperdicia en este tipo de comercio artesanal.

Anatomía, funcionamiento y costo de un carrito camotero

Es probable que todos los habitantes de la Ciudad de México hayan visto o tenido contacto con un carrito camotero. Se trata de pequeños vehículos metálicos y de tracción humana cuyo peso puede llegar hasta los 300 kilogramos (aunque en realidad resultan ligeros de empujar). A decir de los camoteros, sólo una persona en la ciudad se dedica a construir estos ingenios móviles, por el rumbo de Iztapalapa. El costo unitario de estos carritos puede alcanzar en estos primeros años del siglo XXI hasta los 11,500 pesos (unos 1,200 dls.) precio alto e incluso inaccesible para muchos capitalinos con necesidad de trabajar, razón por la que muchos camoteros los arriendan a “flotilleros” poseedores de varios carritos y depósitos o encierros para guardarlos; de esta manera, la materia prima para la venta y la tracción corren por cuenta de los camoteros, quienes usualmente se surten en la Central de Abasto. El vehículo cuenta para su desplazamiento con dos pequeñas ruedas delanteras que le dan estabilidad y una más atrás, cuya movilidad depende de un eje vertical que tiene en su extremo más alto un volante o manubrio con el que se determina la dirección (poniéndola en forma transversal hace también de freno). Las tres ruedas tienen alma metálica para soportar el peso y están forradas de hule o caucho vulcanizado para contrarrestar la fricción.

El cuerpo del vehículo es generalmente de lámina gruesa e incluso puede estar constituido en su totalidad por un bote o tambo de los utilizados para contener petróleo o combustibles, que al ser dispuesto en forma horizontal yace sobre una especie de charola -también de lámina- que funge como base y depósito para la leña y las brazas; en la unión frontal de estas dos piezas se encuentra la citada ventanilla que permite el flujo del aire al interior de la caldera. Los cajones se deslizan hacia dentro y fuera del bote o tambo, al que para albergarlos le fue practicada una incisión lateral. Al frente del vehículo sobresale un grueso tubo vertical o chimenea que expele humo y constituye el escape de la caldera y evita que el producto se ahúme al interior del horno. Finalmente, en la parte alta del carrito existe también una superficie que el camotero utiliza para colocar los aderezos, poner al alcance de la mano las monedas y preparar sus productos.

El melancólico Silbido del carrito de camotes

Uno de los aspectos más intrigantes y llamativos del carrito de camotes es el silbido característico y difícil de describir que emiten. Es necesario decir que no todos los carritos poseen este ingenioso dispositivo sonoro, pues sólo los modelos más caros lo incluyen de origen; también se puede decir que los carritos con silbato son aquellos que lo necesitan por circular por las calles en vez de permanecer fijos. El silbido se debe a un escape de vapor de agua a presión que el camotero provoca a su albedrío una vez que el horno alcanza la temperatura adecuada. Para lograrlo hace falta activar un ingenioso sistema que consta de un pequeño tanque de agua que en la parte superior del vehículo sostiene un tubo corto y vertical que posee una llave de paso. Este tubo penetra en el tanque del horno y se dirige después horizontalmente hasta el frente del carrito, donde desemboca en una pequeñísima abertura en la lámina. Al abrir la llave de paso, una pequeña cantidad de agua proveniente del tanque se desliza por el tubo y al entrar al tanque se vaporiza instantáneamente hasta salir con gran presión por la abertura frontal, produciendo así el silbido característico. La duración de tan melancólico sonido (que en su ulular recuerda a un antiguo tren de vapor) depende de cuánto tiempo mantenga el camotero abierta la llave del tanque de agua.


Desde luego, manejar un carrito de camotes tiene también un costo adicional exigido por ciertas autoridades de la ciudad. Un camotero debe desembolsar entre setenta y ochenta pesos (unos 8 dls.) diarios para obtener “permisos” de trabajo y poder transitar tranquilamente por las atestadas calles hasta agotar el contenido de sus cajones. Estas aportaciones las exigen -cómo no- patrulleros y policías de barrio. Desafortunadamente este tipo de cuotas encarecen el producto aún en contra de los deseos de los camoteros. En busca de evitar este tipo de extorsiones algunos camoteros que laboran en el Centro Histórico han intentado en los últimos años conformar un sindicato o alguna otra forma de organización que los defienda y les brinde espacios más dignos, sin éxito alguno. Lo único que han logrado es llegar a acuerdos con las autoridades, pero nuevamente éstos les han exigido desembolsos monetarios sin ofrecerles soluciones reales a cambio.

La Ciudad de México ha tenido que cambiar y sus habitantes adaptarse a nuevas condiciones y necesidades. El lento transcurrir de los camoteros constituye todavía una parte de ese México viejo que aún huele a dulce y a tranquilidad. Esperemos que ese silbido triste que emiten sus vehículos no se convierta en tiempos próximos en el aullido agónico que preludie su muerte o su desaparición.

Alberto Peralta de Legarreta

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