¿Una ciudad fundada sobre Petróleo?


A estas alturas ya me parece que incurro en un lugar común al afirmar que la Ciudad de México está llena de cosas curiosas y desconocidas; sin embargo, es posible que saberlo no impida que esto nos siga llenando de sorpresa. Resulta que de acuerdo con ciertos datos, existe petróleo “de calidad muy fina debajo de nuestra ciudad.

Aunque esta información proviene de una fuente supuestamente creíble, es seguro que para muchos capitalinos de nuestros días la idea sea tan sólo el producto, como dice mi abuela, de una imaginación calenturienta. Sin embargo, alguna vez pudo parecer que no era así. Debajo de nuestras calles, quizás más cerca de la superficie de lo que imaginamos, existía petróleo; al menos así lo afirmaba el insigne Dr. Atl en un raro librito por él publicado en 1938, donde sostenía que éste fue incluso explotado en el Valle de México con diversos fines.

 

No cabe duda que en nuestra percepción actual lo más parecido al petróleo es el asfalto o las gasolinas, además de que sostenemos la creencia de que el petróleo es un producto lejano, explotado quizás con una plataforma en medio del Golfo de México o perdido en una selva tamaulipeca, tabasqueña o veracruzana. Si hubiera tenido razón el Dr. Atl, cuyo nombre fue Gerardo Murillo y tenía algunos estudios de geología y vulcanología, hoy resultaría probable que al escarbar lo suficiente en nuestros terrenos citadinos obtuviéramos petróleo de una manera relativamente sencilla. Pero es justo decir que el erudito se equivocaba. Los actuales geólogos saben con certeza que las rocas sedimentarias, vitales para la existencia de mantos petrolíferos, no existen en el subsuelo del Valle de México, cuyas rocas y paisaje tienen un origen volcánico; de existir petróleo en el subsuelo de la ciudad, hace mucho que éste se habría quemado y desaparecido.

Comencemos por el principio de la confusión del Dr. Atl. En nuestro país siempre hemos tenido petróleo y lo hemos utilizado de una u otra manera. Los pueblos prehispánicos no perforaban el suelo para obtenerlo porque en algunos lugares éste brotaba naturalmente conformando grandes y densos charcos de Chapopote, que fue el nombre que en nahuatl se le dio a este producto oleoso de la tierra. Los indios lo utilizaron como combustible y para algunos fines medicinales, y resulta muy curioso que tras la Conquista estas ricas chapopoteras se convirtieron en una verdadera molestia para los ganaderos virreinales, pues en ellos solían caer las reses y se ahogaban. Muchas de las ventas de terrenos petroleros en el país se hicieron por sumas verdaderamente ridículas debido a estas desventajas comerciales; incluso hubo quien a principios del siglo XX consideró buen negocio deshacerse de sus terrenos “inútiles” recibiendo entre 75 centavos y 1.25 pesos por cada hectárea.

Fue apenas hace un centenar de años, a principios del siglo XX, cuando el mundo se dio cuenta de pronto de la importancia que el petróleo tendría en los años venideros. La primera guerra mundial estaba cerca y el comercio del carbón, el más importante combustible de la época, estaba monopolizado por Inglaterra, que buscaba afanosamente una nueva forma de impulsar sus motores y el desarrollo de su capacidad industrial; el petróleo parecía ser la tan ansiada solución, y quien lo controlara tendría la supremacía. Por aquel entonces México enfrentaba los difíciles últimos años de la dictadura de Porfirio Díaz, y si bien su gobierno apoyó la creación de infraestructura en busca de alcanzar el tan codiciado Progreso, poco interés había puesto en los hidrocarburos. Se decía de una forma bastante irresponsable y a priori que en México jamás se hallaría una sola gota de petróleo, pues resultaba imposible que un subsuelo tan próspero para la minería contara con las características necesarias para albergar hidrocarburos. Este completo desconocimiento tendría consecuencias desastrosas, pues pronto se descubriría que México no sólo tenía petróleo, sino que lo tenía en grandes cantidades, situación para la que el país no se encontraba en absoluto preparado. Desde luego, ya desde finales del siglo XIX algunos norteamericanos e ingleses habían realizado exploraciones con buenos resultados, razón por la cual Porfirio Díaz publicó el 4 de diciembre de 1901 una ley que beneficiaba a estos inversionistas extranjeros. Confiando tal vez en que poco habrían de encontrar los exploradores, la ley permitía denunciar y explotar terrenos baldíos u ociosos, zonas federales, corrientes y masas de agua en las que existieran posibilidades de hallar petróleo. La ley permitía también la libre importación de máquinas y productos y dejaba que los terrenos nacionales fueran adquiridos a precio de baldíos; exentaba de impuestos a los inversionistas y les brindaba paso franco a través de terrenos de la nación, además de brindarle una “zona de protección” de 3 kilómetros a cada pozo perforado. Así las cosas, el primer pozo comercial perforado en el país, llamado “La Paz”, produjo en Tampico 1500 barriles diarios a partir del 3 de abril de 1904. En muy poco tiempo empresarios estadounidenses adquirieron un sinnúmero de terrenos a los precios irrisorios ya mencionados y crearon empresas como la Pearson, la Huasteca Petroleum Company y la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, entre otras.


En la supuesta Ciudad del Petróleo

De acuerdo con el extraño libro del Dr. Atl, mientras en el norte del país la industria petrolera se desarrollaba con gran rapidez y rodeada por un atractivo halo de novedad, en la supuestamente ajena capital mucha gente compraba en las tiendas, sin conciencia alguna, latitas de aceite con el que encendían sus lámparas y veladoras. El texto dice que lo que no imaginaban es que ese petróleo o “aceite fino” que usaban a diario era producido localmente, de forma natural (no como el Kerosene que se importaba de los Estados Unidos) y muy cerca de ellos, en la misma Ciudad de México. Supuestamente aquel aceite tenía algo de bendito o sagrado, pues provenía de dos pozos naturales situados en el mismo santuario del Tepeyac, uno dentro de la Basílica y otro en el interior de la excepcional Capilla del Pocito. Este par de pozos eran, de acuerdo con la citada fuente, “uno frío que hierve solo y cura la piel, y el otro que contiene un aceite milagroso que cura el reuma”. El primero de ellos fue cegado hacia 1858 cuando los aceites artificiales de importación inundaron el mercado. Posteriormente, entre 1860 y 1862 se practicó un nuevo pozo, esta vez en el callejón que se encuentra detrás de la Colegiata, del cual brotó “agua con petróleo en cantidad bastante apreciable”. Se dice que el conocimiento de estas fuentes de aceite natural era bastante antiguo, y por hallarse en un lugar tan importante como la Villa de Guadalupe, pronto fueron asociados a la tradición de las apariciones de la virgen. Sus supuestas propiedades curativas fueron explotadas por los guardianes del recinto, quienes expendían muestras del aceite para combatir problemas de la piel y para uso ritual o doméstico. Resulta atractiva la idea de que la fundación de la Colegiata hacia 1609 haya estado relacionada en su origen con el brote de este manantial aceitoso, pues las apariciones marianas suelen estar asociadas con fuentes de agua con propiedades fuera de lo común. En México, sin embargo, este detalle no parece haber sido de gran relevancia para el desarrollo del culto Guadalupano, y desafortunadamente en la actualidad no quedan restos de los pozos del Tepeyac; sólo los del encerrado brocal de la Capilla del Pocito, cuyas aguas sulfurosas ya no son utilizadas.


Pero la cosa no para ahí; Gerardo Murillo nos habla en su libro de otros lugares de la Ciudad de México que resultaron positivos en petróleo tras una serie de perforaciones accidentales y prospecciones profesionales realizadas alrededor de 1901. La extensa Hacienda de Aragón, cuyo propietario era en la década de 1930 Artemio González, comercializó de acuerdo con el Dr. Atl, 2600 latas del petróleo que brotaba de un pozo perforado originalmente para obtener agua. Mucho de ese aceite subterráneo fue usado aparentemente para iluminación por los pobladores de la hacienda, quienes lo seguían tomando de los canales y zanjas aún años después. La “abundante producción de esta zona” y las “prometedoras exploraciones” en otros lugares de la cuenca hicieron pensar al Dr. Atl en la posibilidad de establecer una quimérica “Golden Line” o línea de conducción de hidrocarburos que ahorraría enormemente gastos en tuberías en vez de traerlo desde Tampico y otras regiones del Golfo hasta el centro del país, donde pudiera ser transformado y redistribuido mediante el tendido de vías férreas; lamentablemente sus ideas carecían de sustento real o científico y fueron desestimadas.

Aun así, vale la pena dar un repaso a la historia contada por el Dr. Atl. De acuerdo con su libro, el petróleo de Aragón se expendía exitosamente en latas y botellas “exportadas” a la entonces lejana Ciudad de México. Las utilidades de este petróleo eran tan buenas fue necesario fundar una compañía extractora conocida como “La Texcocana”, que a pesar de haber logrado extraer aceite desde una gran profundidad (200 metros), tuvo que cancelar sus operaciones por falta de inversión. Al tiempo que esto sucedía las exploraciones en la Ciudad de México y sus alrededores continuaron, y hacia 1928 se supo que también era viable la explotación de petróleo en la actual Delegación de “Tlalpam”. En este lugar el aceite se encontraba por debajo de la gruesa capa de lava volcánica producida por las erupciones del Xitle hacia principios de nuestra era, pero afloraba naturalmente en varias chapopoteras y escurrimientos que se consideraron prometedores, de manera que para la segunda mitad de la década de los años cuarenta los estudios mostraron que existía petróleo bajo los pedregales de Coyoacán (Carrasco, San Francisco y Santa Úrsula), Contreras y los alrededores de la Sierra Chichinauhtzin. Asimismo fue posible confirmar su presencia en Tizayuca y Zumpango., y a decir del principal explorador de la época, el Ing. R. De la Cerda, lo que se tenía a la vista era “una seria indicación de una posible riqueza que cambiaría las condiciones económicas de nuestra ciudad-capital y posiblemente de toda la mesa central”.

Hubiera sido interesante que lo anteriormente expuesto no fuera solamente producto de la fantasía del erudito y pintor, pues de haber sido ciertos tales hechos hubieran marcado el inicio de una próspera industria petrolera en la Ciudad de México. Sin embargo, las sugerencias y estudios del Dr. Atl, así como todo tipo de prospecciones y estudios, se detuvieron por completo y con ello tampoco pudo cumplirse jamás el pronóstico del ingeniero de la Cerda de que “brotarían del subsuelo del Anahuac chorros de petróleo”. Tristemente, ni la intervención de la Santísima Virgen de Guadalupe pudo convertir en verdad aquel sueño.

Fuentes Consultadas:

Murillo, Gerardo (Dr. Atl), Petroleo en el Valle de Méjico, Una Golden-line en la altiplanicie de Anahuac, Editorial Polis, México, 1938, 100 págs.
Agradezco profundamente a mi amigo el Dr. Armando Altamira Areyán, Geólogo, su ayuda para desmitificar la lectura del Dr. Atl.

Alberto Peralta de Legarreta

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