La Diversión en la Ciudad de México (I)


Que a veces nos llegue el domingo sin haber planeado qué hacer con la familia, puede pasarle a cualquiera. Puede uno comenzar encendiendo la televisión y mirar a Chabelo, pero es más que probable que en pocos segundos los niños de verdad aparezcan dando brincos sobre la cama y pidiendo todo lo que en el programa se anuncia. Lo primero que habría que pensar entonces es en qué lugar los entretendrán mejor mientras intentamos desayunar en paz. Podríamos entonces optar por acudir a un establecimiento que haya tenido la portentosa idea de sacrificar un poco de su espacio para construir un área de juegos, donde por cierto un rótulo nos hará saber que pase lo que pase en ese lugar, es nuestra responsabilidad. La otra es rogar para que en el lugar seleccionado trabaje alguno de esos esforzados payasitos que inflan y tuercen globos, y que con una cara de fastidio mal fingida bajo el abundante maquillaje le brindan incomparables aunque efímeros momentos de felicidad a los niños.


Los mismos problemas debieron enfrentar nuestros antecesores, habitantes de la Ciudad de México. Quizás en su desesperación, o tal vez en busca de un merecido recreo, se vieron en la necesidad de atiborrar calles y plazas, donde con suerte una orquesta animaba a la gente en lo alto de un quiosco o podían admirar verdaderos prodigios, como el vuelo de un globo aerostático o el paso sublime de algún artista de la ópera o el teatro. Otros más decidieron convertir la matinée del Cine Teresa en una estancia perdurable para su familia. Si se trata de comer, hoy compramos de todo en el cine, pero hubo un tiempo en que por el mismo precio no se veía una película, sino tres, con permanencia voluntaria y sin límite de tiempo. Entonces las madres con prole numerosa acudían a las salas armadas con una canasta llena de bastimentos, como si de un día de campo se tratara. De ahí salían huevos duros con sal, tortas de salpicón y tacos de guisados que los niños devoraban, amén de correr infinitas veces por el pasillo hacia el frente del cine (donde rodaban en una especie de resbaladilla alfombrada, mugrosa pero segura). Mientras tanto, a los padres les estaba permitido disfrutar de los dioses de la pantalla, mexicanos o extraterrestres, como Buck Rogers. Afuera, como en

nuestros días, había también ferias y romerías. Estas han sido poco a poco relegadas por la modernidad, con la salvedad de aquellos rincones de la Ciudad de México donde aún se conservan tradiciones y celebraciones patronales, caso de los pueblos de Coyoacán y Tlalpan, Mixcoac, Naucalpan y un largo etcétera de lugares que antes fueron alrededores y hoy son presos del urbanismo. Ahí los capitalinos de cualquier edad y posición podían reventarse sanamente algunos cascarones de huevo rellenos de confetti en la cabeza, degustar panes de anís y participar en innumerables atracciones en las que mediante una pequeña proeza obtenían codiciados premiosos, a escoger: cerditos de barro o yeso, floreros de psicodelia inexplicable o al menos anacrónica, utensilios eléctricos usados y, mejor aún, juguetes de plástico para sus niños, quienes además percibían a sus padres como héroes del tiro al blanco o artistas del tronar globos con un dardo emplumado.

Poco de esto ha cambiado en la Ciudad de México, claro, si decidimos salir de nuestras casas, donde por otra parte abundan también otro tipo de diversiones como el fútbol, los videojuegos o las benditas películas rentadas de Walt Disney. Pero ¿Por qué quedarse encerrado en la Ciudad de México? ¿Será que creemos haberlo visto todo? Tal vez no. Si un domingo desea hacer algo poco frecuente, inédito o inesperado, no piense en caros parques de diversiones. Mejor vaya a la Magdalena Petlacalco, en la Delegación Tlalpan, apenas a unos minutos de la salida a Cuernavaca y junto a San Miguel Xicalco, y déjese caer rodando con sus hijos por la orilla de una empinada montaña, sobre una capa de tierra negra, suelta y segura. Cientos de personas lo hacen. ¿Por qué usted no?

Alberto Peralta de Legarreta

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