La Fábula de la Virgen y su pobre indio inexistente


Where ground is soft
Most often grows
Arise! Arise! Arouse! A rose!

Jeremy Hillary Boob, PhD.

Cerca de quinientos años después de lo que muchos consideran la aparición mariana más importante de la historia americana –para no variar, acaecida en la Ciudad de México- quedan aún algunas preguntas interesantes a las que la Fe no ha podido dar respuesta. Sobre todo cuando por gracia de inspirados hagiógrafos (escritores de biografías de los santos) y más de un inventor de “Historia”, desde el año de 2002 México cuenta con un Indio santo -privilegiado vidente de la Virgen de Guadalupe- cuyo nombre es Juan Diego. Pero hay que ser sinceros; ese pobre indio jamás existió. Es verdad que durante varios siglos la tradición Guadalupana nos ha narrado las sucesivas apariciones de María a un indio (sucedidas en algún momento no muy bien determinado del siglo XVI) pero es verdad también que la tradición oral no puso en sus inicios demasiado énfasis en la identidad del supuesto vidente.


Es bien sabido que de Juan Diego poco o nada se supo sino hasta 117 años después de la supuesta aparición, cuando el Bachiller Miguel Sánchez publicó en 1648 el primer libro sobre la Virgen de Guadalupe. Antes de eso la tradición había subsistido sin la necesidad de contar con el nombre del vidente -como si los fieles se hubieran contentado con tan sólo la idea de que el afortunado había sido un indio- o bien, ignorando que la imagen venerada en la capilla del Tepeyac había sido producto de un portento. Así, el siglo XVI terminó sin que nadie se preocupara por Juan Diego, un personaje al parecer accesorio en la narración del prodigio guadalupano. Se trataba sin duda de una historia contada al estilo de los exempla medievales, género edificante muy ligado a la narración de las vidas de los santos y las fábulas, aunque sin la necesidad de darle una identidad real a las personas mencionadas. El personaje de Juan Diego se ajusta con precisión al clásico vidente mariano, tan en boga en la literatura sacra española desde el siglo XII; se trata de un individuo de baja extracción social, inculto, de poca credibilidad y presencia, que es escogido para ser mensajero y pedidor de un templo para la Virgen. De acuerdo con este esquema, el vidente debe acudir con una autoridad que los desestima a él y a su anécdota para después aceptar su error y encargarse de cumplir los deseos de la Madre de Dios. Esta puesta en escena se repite incontables veces en cientos de apariciones documentadas en España y alrededor del mundo, incluso hasta nuestros días. Los modernos Juan Diegos son niños, pastores u otro tipo de personajes inocentes, pero su misión es aún la misma: fundar un centro de culto, esparcir un mensaje apocalíptico y certificar la verdad de las apariciones.
Para ser creíble, la figura del pobre Juan Diego tuvo que ser moldeada de acuerdo a las necesidades de un complejo culto barroco de mediados del siglo XVII. Cuando tras la publicación de los primeros textos guadalupanos en 1648 y 1649 surgieron razonables dudas acerca de la existencia de aquel feliz indio, no faltó quien piadosamente se diera a la tarea de hacer investigaciones que sacaran de la penumbra algunos datos biográficos del vidente, labor que hacia 1666 incluyó entrevistas a gente vieja del área de Cuauhtitlan, quienes reportaron detalles que sus padres y parientes “les habían contado” y anécdotas que circulaban en su comunidad desde hacía años. Claro que los resultados carecieron desde aquellos días de toda credibilidad, pues a todas luces se trataba de una historia manoseada; las mal formuladas preguntas de aquella encuesta contenían en si mismas la respuesta, lo cual inducía a los entrevistados a corroborar los datos que los investigadores esperaban. Gracias a esta “metodología” hoy conocemos datos importantes, como el de que Juan Diego estuvo casado y que por alguna inexplicable razón había decidido permanecer célibe.
Entre otras cosas curiosas se supo también que sus conocidos le llamaban “El peregrino”, apodo que justificaba las larguísimas e inútiles caminatas del indio desde Cuauhtitlan hasta Tlatelolco narradas en el Nican Mopohua. Cabe aclarar que Juan Diego, de acuerdo a esta tradición y para entonces de 57 años, estaba obligado a “pasar lista” con los frailes franciscanos en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, a casi veinte kilómetros de distancia. Lo extraño es que en 1531 ese colegio aún no había sido fundado y que en Cuauhtitlan existía ya un convento franciscano de grandes proporciones donde el vidente hubiera podido cumplir sus obligaciones sin tantas penurias.
La historia de la documentación falsa o leída en forma tendenciosa sobre la vida de Juan Diego es larga y tortuosa. En el camino se le han encontrado lápidas funerarias (mas nunca restos mortales), un epitafio manuscrito, un testamento que alguien reseñó pero que convenientemente no existe más, e incluso “documentos” con los que el otrora humilde indio quedó convertido en piadoso pariente de Nezahualcóyotl, miembro de la nobleza, casado en dos ocasiones, poseedor de una descendencia, y por si fuera poco, hasta ahijado de Hernán Cortés. En pocas palabras, si el siglo XVII había dado a luz al vidente del Tepeyac, el siglo XX fue el responsable de su reinvención, y peor aún, de su misteriosa materialización. “Pruebas” y “fuentes” como el Códice Escalada, que al final resultó ser el documento principal para probar ante la Congregación de los Santos la supuesta existencia de Juan Diego (y que no es más que una falsificación) son comunes en los libros de los partidarios de la santidad del indio vidente. Hacer caminar a un muerto que además nunca existió es quizás el verdadero milagro del Tepeyac.

 

Pero no nos equivoquemos. Hay cosas que la ciencia histórica no está en condiciones de negar, y entre ellas está el hecho de que existe una muy antigua tradición y un culto basados en las apariciones marianas de Guadalupe. Sin embargo, como muchos de estos aspectos pertenecen exclusivamente al campo de la Fe, resulta imposible atacarlos mediante la ciencia, tal como sucedería en el caso de que alguien pretendiera explicar fenómenos científicos a través de la Fe. Afirmar que Juan Diego no existió no significa en ningún momento la negación de las apariciones ni la posibilidad de que haya existido un vidente; lo que aquí se niega es la existencia de ese indio construido al más puro estilo de un personaje de Mary Shelley que la Iglesia Católica y Juan Pablo II canonizaron para los fieles, engañados por postuladores inescrupulosos como el fallecido Padre Xavier Escalada, José Luis Guerrero Rosado y Horacio Sentíes. El Juan Diego que llegó a los altares en 2002 fue producto de una maquinación obcecada e irresponsable que manipuló documentos y testimonios para convertirlos en pruebas fehacientes y milagros portentosos, pues el expediente entregado para su evaluación en la Congregación para las causas de los Santos del Vaticano contenía información en su mayoría circunstancial y tendenciosamente interpretada. Con ello no sólo destrozaron la imagen aceptada por siglos de ese Juan Diego humilde, ingenuo y lleno de fe que sin ser santo era ya un buen ejemplo para los católicos de México, sino que lo convirtieron en un conveniente e irreconocible estandarte de esa Nueva Evangelización de América anunciada por Juan Pablo II en su penúltima visita a México. La transformación estética del vidente del Tepeyac fue tan drástica que hasta hoy los fieles debaten sobre la imagen oficial que lo presenta como un hombre barbado, blanco y noble, apariencia que ningún indio de su época y estatus pudo tener y no coincide con lo que de él se sabía por el Nican Mopohua. Baste también hacer notar que el santuario que los necios postuladores forzaron al Papa a bendecir (y que hasta hace pocos años era el Cine Lindavista, dedicado a exhibir películas de Walt Disney) sigue sin concluirse y sin afluencia o culto popular. Al final, dado que nadie parece prestarle demasiada atención, este singular objeto de la Ciudad de México, ese ardid propagandístico llamado San Juan Diego Cuauhtlatoahtzin, quedó transformado en estampita laminada y lucrativo souvenir de la Colecturía de la Basílica de Guadalupe. Más le hubiera valido quedarse encerrado en su fábula como ese personaje sin rostro que siempre fue hasta que la política, el dinero y la irresponsabilidad lo forzaron a volver a una vida en la que ni él mismo, en su mismísima santidad, ha sido capaz de reconocerse.

Alberto Peralta de Legarreta

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