La Ciudad que se perdió en una Guerra Microscópica


En medio del gran miedo causado por la acción incansable de los medios de comunicación y las empresas-gobiernos que seleccionan sus contenidos y enfoques, no cabe la menor duda de que uno de nuestros actuales demonios es la posibilidad de una guerra química o una invasión de tipo bacteriológico. Frente a mitos como el que afirma que ciertos viruses (Ébola, VIH) fueron productos creados en un laboratorio y liberados con fines de destrucción masiva, la respuesta de la sociedad global ha sido de reprobación y temor. Sin embargo en nuestros días, a pesar de ciertas lógicas sospechas, nadie puede probar que realmente sucedan este tipo de atentados contra algún pueblo o grupo humano. Infortunadamente no podemos decir lo mismo del pasado; la aniquilación masiva por medios virales o bacteriológicos fue una realidad en el siglo XVI en el continente americano y, con gran notoriedad, en la Ciudad de México durante la invasión europea que concluyó con la conquista de los pueblos originarios.


Al caer la noche del 13 de agosto de aquel ya lejano año de 1521 la ciudad de Tenochtitlan estaba completamente vencida. Sus calles y canales, nos dicen las crónicas, se hallaban desiertos e inutilizables. Los conquistadores habían tomado ya control de la ciudad y a su paso encontraron sólo la desolación causada por ellos mismos a lo largo de un prolongado sitio de 75 días. Para lograr la rendición, los conquistadores se habían visto obligados a bloquear las calzadas que unían a la isla con tierra firme e incluso interrumpir el flujo de agua potable que llegaba a la ciudad a través del acueducto de Chapultepec; así de tenaz y decidida había sido la resistencia de los indios que se negaban a caer en manos de sus invasores aun sumidos en la sed, la desesperanza y la inanición. Pero eventualmente esa oposición cedió. Bien visto, resultaba imposible sostener la resistencia bajo los inmisericordes cañoneos de los bergantines, la falta de agua y la abstinencia de alimentos; ésta última orilló a los mexicah a comer prácticamente cualquier cosa que tuvieron al alcance de la mano, incluidos insectos, larvas acuáticas, pasto reseco de las orillas saladas del lago y probablemente hasta carne humana. En medio de esta tragedia, y ante el abandono paulatino de la isla, muy pronto los grupos de guerreros que aún luchaban bajo las órdenes de Cuauhtemoc debieron rendirse ante la evidencia de que la ciudad legendaria de Huitzilopochtli y sus elegidos, hasta entonces gloriosa, había caído.


Pero volvamos un año atrás. Después de la batalla de la Noche Triste de 1520, a Hernando Cortés y sus capitanes les tomó pocos meses idear y preparar la forma en que atacarían y tomarían la aparentemente inexpugnable Tenochtitlan. Asilado en Tlaxcallan, y haciendo un recuento de sus posibilidades y recursos, el conquistador hizo construir naves de guerra que surcaran a grandes velocidades las aguas bajas del lago. Las piezas de estos bergantines (palabra que indican que contaban con una verga o mástil para ser dotadas de velas) fueron transportadas hasta Texcoco, donde finalmente fueron armados, botados y probados con gran éxito. Acondicionados con artillería pesada, era imposible que los indios pudieran competir con semejante máquina de guerra. Fue desde los bergantines que la ciudad fue bombardeada día y noche, con lo cual de hecho inició su demolición. Sin embargo no fue sólo el feroz sitio ni el azote de aquellas bolas de hierro explosivas lo que forzó a los mexicah a que abandonaran su ciudad. En realidad, y sin que los mismos conquistadores lo sospecharan siquiera, la toma de Tenochtitlan había comenzado antes de la Noche Triste, ya para entonces legendaria. Tras la fugaz victoria, apenas cuando comenzaban a festejar la expulsión de los invasores, los indios notaron también que muchos de ellos estaban enfermando y muriendo sin remedio. Se trataba de un mal para el que nadie conocía la cura y que no parecía hacer ningún tipo de distinciones; una plaga que se había llevado al mismísimo Tlahtoani Cuitlahuac y que muy pronto comenzó a ser conocida como la Gran Lepra o Viruela: la temible Hueyzahuatl. Las bajas entre los indios debidas a la peste que asoló Tenochtitlan durante el año en que Cortés planeó su conquista en Tlaxcallan se contaron por miles. Fray Bernardino de Sahagún describió la epidemia como una pestilencia que mató a “muy muchos indios… tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos y lastimados de viruelas que no se podían bullir ni menear de lugar… Algunos murieron de hambre porque no había quien hiciera comida. Los que escaparon desta pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos con los ojos quebrados… Duró 60 días…”. Algo queda claro frente a la descripción de esta desgracia: nadie en Mesoamérica contaba con información útil acerca de esta temible enfermedad. Nadie tampoco contaba con anticuerpos para combatirla.

La Viruela es causada (o era, pues la OMS la declaró erradicada del mundo a finales de los años setenta del siglo XX) por un virus en forma de ladrillo. La enfermedad tiene un período de incubación de aproximadamente 10 a 14 días y produce fiebres muy altas, además de una molesta y desagradable ulceración cutánea conformada por pústulas que hacen presa también de los órganos internos. El contagio de esta enfermedad viral se da por el contacto y a través de las vías respiratorias, y de no ser prevenida con la inoculación del virus debilitado, llega a causar la muerte a individuos con un sistema inmunológico no preparado. Es probable que la inoculación empírica contra la viruela se conociera en Europa desde antes del siglo XV; alguien debió notar que autoinflingiéndose una cortada en la piel y poniéndola en contacto con una de las costras obtenidas de la llagas de un enfermo, resultaba posible alcanzar la inmunidad tras leves síntomas y malestares. Sin embargo, los indios de América no contaban con nada que les pudiera evitar el contagio; no conocían sino unas cuantas enfermedades de tipo viral, por lo que la Viruela, el Sarampión y el Tifus, todas traídas por la gente de Castilla y sus esclavos, causaron una enorme mortandad y un debilitamiento social de consecuencias sumamente lamentables durante la conquista. Estos viruses y rickettsias fueron, por tanto, auténticos Guerreros Conquistadores en una desigual Guerra Microscópica.

La viruela llegó a la Ciudad de México hacia 1520 con la expedición de Pánfilo de Narváez, cuya misión era capturar y castigar a Cortés por iniciar una conquista no autorizada. Sin embargo, antes de que pasara a la América continental la enfermedad se manifestó con devastadoras epidemias entre los indios de la isla de Santo Domingo desde el año de 1518. La pestilencia que asoló Tenochtitlan fue factor decisivo para permitir su conquista y final caída, por lo que bien puede decirse –sin que esto sea desde luego ningún motivo de orgullo- que la Ciudad de México fue la primera en la historia de la humanidad que sufrió los estragos de una guerra bacteriológica. Y no sería la única vez; en 1531 llegó el Tepitonzahuatl, la “pequeña lepra”, el temible Sarampión. El Tifus o Matlazahuatl, conocido popularmente como Tabardillo o Tabardete, azotó también a la recién nacida Nueva España durante 1526, 1533, 1536, 1564, 1588 y 1596. Cabe decir que durante el virreinato fueron tantas las epidemias, y tan variadas, que muchas veces ni siquiera era posible identificarlas con precisión. Así fue como se sucedieron casi indefinidamente brotes de Parotiditis, Varicela y Difteria, que los indios designaron junto con la Viruela, el Sarampión y el Tifus bajo el nombre genérico de Cocoliztli, “la Enfermedad”. En conjunto estas pandemias terminaron hacia 1545 con la vida de unos 800,000 indios; apenas un año después las bajas sumaban ya unos dos millones. No resulta raro, pues, que aún en nuestros días cuando algo no sale bien o sufrimos una racha desfavorable de eventos, digamos sabiamente que la cosa “Está del Cocol”… Tampoco sería extraño encontrar en ese contexto desesperado el origen del temido y perverso “Coco”, personaje mítico que incluso hoy causa gran temor a los niños. La verdad es que el miedo a este extraño personaje resulta completamente irracional, pues nadie nos dijo nunca cómo es el dichoso “Coco”, de dónde viene, dónde se esconde o con qué asusta, si es que realmente lo hace. Hoy podemos dormir tranquilos, pues no hay tal monstruo; la palabra “Coco” era solamente un recurso de muchos padres de la antigüedad para decir a sus hijos cosas como “Pórtate bien o te enfermarás”, o más bien, “Obedece o te agarra el Cocoliztli”. De seguir así las cosas lo más probable es que, a pesar de todo, la Ciudad de México y sus alrededores lucharán por siempre contra lo invisible en una más de sus interminables y complejas Guerras Microscópicas.

Alberto Peralta de Legarreta

Gracias, Zalorén, por la idea, por dejarte vivir y por el empuje…

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