Pero volvamos un año atrás. Después de la
batalla de la Noche Triste de 1520, a Hernando Cortés y
sus capitanes les tomó pocos meses idear y preparar la
forma en que atacarían y tomarían la aparentemente
inexpugnable Tenochtitlan. Asilado en Tlaxcallan,
y haciendo un recuento de sus posibilidades y recursos, el conquistador
hizo construir naves de guerra que surcaran a grandes velocidades
las aguas bajas del lago. Las piezas de estos bergantines (palabra
que indican que contaban con una verga o mástil para ser
dotadas de velas) fueron transportadas hasta Texcoco, donde finalmente
fueron armados, botados y probados con gran éxito. Acondicionados
con artillería pesada, era imposible que los indios pudieran
competir con semejante máquina de guerra. Fue desde los
bergantines que la ciudad fue bombardeada día y noche,
con lo cual de hecho inició su demolición. Sin embargo
no fue sólo el feroz sitio ni el azote de aquellas bolas
de hierro explosivas lo que forzó a los mexicah
a que abandonaran su ciudad. En realidad, y sin que los mismos
conquistadores lo sospecharan siquiera, la toma de Tenochtitlan
había comenzado antes de la Noche Triste, ya para entonces
legendaria. Tras la fugaz victoria, apenas cuando comenzaban a
festejar la expulsión de los invasores, los indios notaron
también que muchos de ellos estaban enfermando y muriendo
sin remedio. Se trataba de un mal para el que nadie conocía
la cura y que no parecía hacer ningún tipo de distinciones;
una plaga que se había llevado al mismísimo Tlahtoani
Cuitlahuac y que muy pronto comenzó a ser conocida
como la Gran Lepra o Viruela: la temible Hueyzahuatl.
Las bajas entre los indios debidas a la peste que asoló
Tenochtitlan durante el año en que Cortés planeó
su conquista en Tlaxcallan se contaron por miles. Fray Bernardino
de Sahagún describió la epidemia como una pestilencia
que mató a “muy muchos indios… tenían
todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos
y lastimados de viruelas que no se podían bullir ni menear
de lugar… Algunos murieron de hambre porque no había
quien hiciera comida. Los que escaparon desta pestilencia quedaron
con las caras ahoyadas, y algunos con los ojos quebrados…
Duró 60 días…”. Algo queda claro frente
a la descripción de esta desgracia: nadie en Mesoamérica
contaba con información útil acerca de esta temible
enfermedad. Nadie tampoco contaba con anticuerpos para combatirla.
La Viruela es causada (o era, pues la OMS la declaró erradicada
del mundo a finales de los años setenta del siglo XX) por
un virus en forma de ladrillo. La enfermedad tiene un período
de incubación de aproximadamente 10 a 14 días y
produce fiebres muy altas, además de una molesta y desagradable
ulceración cutánea conformada por pústulas
que hacen presa también de los órganos internos.
El contagio de esta enfermedad viral se da por el contacto y a
través de las vías respiratorias, y de no ser prevenida
con la inoculación del virus debilitado, llega a causar
la muerte a individuos con un sistema inmunológico no preparado.
Es probable que la inoculación empírica contra la
viruela se conociera en Europa desde antes del siglo XV; alguien
debió notar que autoinflingiéndose una cortada en
la piel y poniéndola en contacto con una de las costras
obtenidas de la llagas de un enfermo, resultaba posible alcanzar
la inmunidad tras leves síntomas y malestares. Sin embargo,
los indios de América no contaban con nada que les pudiera
evitar el contagio; no conocían sino unas cuantas enfermedades
de tipo viral, por lo que la Viruela, el Sarampión y el
Tifus, todas traídas por la gente de Castilla y sus esclavos,
causaron una enorme mortandad y un debilitamiento social de consecuencias
sumamente lamentables durante la conquista. Estos viruses y rickettsias
fueron, por tanto, auténticos Guerreros Conquistadores
en una desigual Guerra Microscópica.
La viruela llegó a la Ciudad de México hacia 1520
con la expedición de Pánfilo de Narváez,
cuya misión era capturar y castigar a Cortés por
iniciar una conquista no autorizada. Sin embargo, antes de que
pasara a la América continental la enfermedad se manifestó
con devastadoras epidemias entre los indios de la isla de Santo
Domingo desde el año de 1518. La pestilencia que asoló
Tenochtitlan fue factor decisivo para permitir su conquista y
final caída, por lo que bien puede decirse –sin que
esto sea desde luego ningún motivo de orgullo- que la Ciudad
de México fue la primera en la historia de la humanidad
que sufrió los estragos de una guerra bacteriológica.
Y no sería la única vez; en 1531 llegó el
Tepitonzahuatl, la “pequeña lepra”,
el temible Sarampión. El Tifus o Matlazahuatl,
conocido popularmente como Tabardillo o Tabardete, azotó
también a la recién nacida Nueva España durante
1526, 1533, 1536, 1564, 1588 y 1596. Cabe decir que durante el
virreinato fueron tantas las epidemias, y tan variadas, que muchas
veces ni siquiera era posible identificarlas con precisión.
Así fue como se sucedieron casi indefinidamente brotes
de Parotiditis, Varicela y Difteria, que los indios designaron
junto con la Viruela, el Sarampión y el Tifus bajo el nombre
genérico de Cocoliztli, “la Enfermedad”.
En conjunto estas pandemias terminaron hacia 1545 con la vida
de unos 800,000 indios; apenas un año después las
bajas sumaban ya unos dos millones. No resulta raro, pues, que
aún en nuestros días cuando algo no sale bien o
sufrimos una racha desfavorable de eventos, digamos sabiamente
que la cosa “Está del Cocol”…
Tampoco sería extraño encontrar en ese contexto
desesperado el origen del temido y perverso “Coco”,
personaje mítico que incluso hoy causa gran temor a los
niños. La verdad es que el miedo a este extraño
personaje resulta completamente irracional, pues nadie nos dijo
nunca cómo es el dichoso “Coco”, de dónde
viene, dónde se esconde o con qué asusta, si es
que realmente lo hace. Hoy podemos dormir tranquilos, pues no
hay tal monstruo; la palabra “Coco” era solamente
un recurso de muchos padres de la antigüedad para decir a
sus hijos cosas como “Pórtate bien o te enfermarás”,
o más bien, “Obedece o te agarra el Cocoliztli”.
De seguir así las cosas lo más probable es que,
a pesar de todo, la Ciudad de México y sus alrededores
lucharán por siempre contra lo invisible en una más
de sus interminables y complejas Guerras Microscópicas.
Alberto Peralta de Legarreta
Gracias, Zalorén, por la idea, por dejarte vivir y por
el empuje… |