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La
invención de la Ciudad de México
Es probable que pocos hayan dejado de notar que
a la Ciudad de México la recordamos, en buena parte, gracias
a las imágenes. Estas pueden ser fijas o poseer movimiento,
pero casi siempre vemos en ellas algunos rincones entrañables,
o si somos observadores, lugares que con seguridad jamás
existieron. Es una auténtica paradoja que una imagen fotográfica,
cuya misión es capturar la realidad, muestre lugares irreales
o imposibles de localizar en nuestros días. Las fotografías
también nos muestran los rostros de una infinidad de personas
muertas, o que tal vez no han desaparecido aún, pero como
posaron para la imagen abandonaron aquello que solían ser
y así pasaron a la posteridad: sin ser ellos mismos.
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A la Ciudad de México le sucede algo parecido con las fotografías
famosas y las películas. En varias ocasiones he tratado
de identificar las calles recorridas y habitadas por Adalberto
Martínez Resortes, sin éxito. Tampoco he sido capaz
de establecer la posible ruta de Joaquín Pardavé
convertido en ropavejero, ni he sabido si esas sórdidas
vecindades del cine mexicano en blanco y negro existieron en Peralvillo,
Tepito o el Barrio de la Lagunilla. Lo más seguro es que
haya buscado en vano, porque si uno presta atención a otra
cosa que no sea el drama de una familia de torteros o la tormentosa
vida de una rumbera, lo que descubrirá es que lo que envolvía
a los actores de aquella vieja Ciudad de México no era
otra cosa que paredes de cartón y estructuras de madera
sosteniendo falsos paisajes urbanos en los antiguos Estudios Churubusco.
Sí, no era Lecumberri aquella prisión donde Pepe
el Toro dejó tuerto a su Némesis, y las cuitas de
Mantequilla como cobrador de autobús tampoco nos muestran
la antigua Colonia Álamos ni la Hacienda de Narvarte. Es
también una verdadera pena, pero tal vez nunca existió
tampoco el bajomundo dotado de Cafés de Existencialistas
donde veíamos a Mauricio Garcés y a Cantinflas,
y que hoy deberían ser inmuebles históricos. Quizás
de las pocas cosas reales que se vieron en la pantalla, con la
cual la Ciudad de México se dio a conocer al mundo, fueron
las Arenas Coliseo y México,
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donde tantas veces pelearon
Wolf Rubinskis y el inefable Enmascarado de Plata, quien salvó
en más de una ocasión al mundo entre cientos de
extras que a su vez luchaban por no mirar a la cámara.
Pero de la vida real, de la Ciudad de México real, apenas
restan unas cuantas tomas de ubicación que en poco ayudan
a la reconstrucción de su pasado. Pareciera, de acuerdo
a stills y pedazos de celuloide hoy vertidos a video, que todo
en la ciudad antigua se desarrollaba intramuros. Basureros y pepenadores,
callejones y congales, como en el interior de uno de esos fingidos
centros nocturnos, se debieron al matte o a un ingenuo decorador,
que no sabía distinguir entre teatro y cine. Es así
como la Ciudad de México se inventa y se deja inventar
día con día para beneplácito de sus espectadores.
Qué tan creíble sea esta invención depende
de quien la vea o la escuche, porque lo que sea de cada quien,
la cosa ya está hecha. Sólo restaría preguntarse
¿Por qué ya no cantan los charros en las cantinas?
¿A dónde fueron a parar los cubos y jaulas donde
de forma enloquecedora bailaban Tere y Lorena Velásquez?
¿Podremos poner algún día una placa conmemorativa
en el taller del Torito? Mucho me temo que, a menos que volvamos
a inventarlo todo, no lo sabremos nunca.
Alberto Peralta de Legarreta
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