Entre Merolicos te veas


"¡Atrás de la raya, que voy a empezar a trabajar!

Todavía hoy, si tiene uno suerte, es posible toparse en las calles de la Ciudad de México con algún Merolico. Con el tiempo y las nuevas necesidades de la gente las voces de estos hombres se han ido apagando hasta casi desaparecer por completo. Se les puede reconocer por el círculo de personas que suelen rodearlos, muchas de ellas llenas de curiosidad, y en más de un caso, de admiración. Son también el morbo y la incredulidad lo que invita a los transeúntes a rodear al merolico, pero sin duda es su voz, su absoluta seguridad y don de palabra, lo que los hace contar con un público numeroso. Solía vérseles en los alrededores del Zócalo, en las esquinas de los mercados, en los parques; lo único que requiere un merolico es un espacio abierto en el que pueda esparcir algunos de los objetos que vende, acompañados de la parafernalia (artefactos religiosos, de azar, semillas, animales…) necesaria para convencer a sus posibles clientes. Los merolicos ofrecen a voces productos maravillosos, bálsamos curativos, remedios contra todo tipo de afecciones (morales o físicas), amuletos, extraños artefactos y novedosos inventos para solucionar casi cualquier problema.

El merolico es un hombre de mundo, un sabio. Posee conocimientos técnicos, es un amo de los sinónimos, conoce de herbolaria y zoología; es un domador de serpientes, sabe de dermatología, de nutrición, de física y química; es un artesano, un comunicador, un pregonero de palabras que no admiten réplica. Lo que el merolico vende o promociona es siempre una especie de panacea, un artículo imprescindible, un remedio universal con la calidad de infalible. Cada palabra salida de su boca es, según él, comprobable, y sus productos siempre a prueba de toda duda y amparados por una garantía de satisfacción total. Los merolicos de la Ciudad de México, como los culebreros de Colombia, el Ciarlatano de Italia y los buhoneros de Venezuela, son maestros de la retórica. Se les conoce también como parlanchines, habladores, embaucadores o mercachifles. En sus labios un mismo discurso repetido ad infinitum se vuelve en poco tiempo inapelable y de alguna forma irresistible; escuchar a los merolicos es como asistir al acto hipnótico de un prestidigitador. Atrapado entre quienes lo ven y escuchan, uno quisiera quedarse para oír al menos una vez más la retahíla de cosas que dice, tal vez con el ánimo de encontrar un error, una manera de refutar sus palabras o averiguar si a pesar de sus patrañas al final venderá algo embaucando a quien se deje. Pero la verdad es que los fraudes de los merolicos suelen ser de poca monta y difícilmente el hablador encontrará quien le reclame alguna vez. Su forma de vender no depende únicamente de lo ingenioso o estructurado de su palabrería, sino en la facilidad que tienen para inmiscuir a sus espectadores en las demostraciones necesarias para que uno crea en sus productos. Aquí es necesario hacer notar que el merolico pocas veces se lanza solo a la conquista de las calles y de los pesos ajenos. Muchas veces ese que pregunta primero, ese que acepta la invitación a formar parte de la fase probatoria de la venta, el que cuestiona desafiando y sale regañado, es simplemente un palero, un socio del merolico que lo ayuda a persuadir y forma parte de su representación teatral callejera. Al palero se le puede ver manipulando el casi invisible hilo de nylon que hace bailar a la calaverita de plástico conocida como “Ciriaca", apostando en el juego de “Dónde quedó la bolita” o exigiendo pruebas al verboso vendedor de algún mejunje útil para purificar el agua sucia o atenuar los barros y las espinillas.
Sin embargo, a pesar de representar a una bien conocida figura de la fauna urbana, el origen de la palabra merolico es verdaderamente curioso y poco difundido. Su utilización está íntimamente ligada a la Ciudad de México a partir de finales del siglo XIX, cuando proveniente de Sudamérica arribó a la ciudad un extraño personaje que atrajo de inmediato la atención de los capitalinos y se convirtió, por un tiempo, en la atracción principal de la Plaza del Seminario, situada en el costado oriente del Sagrario Metropolitano de la Catedral. Se trataba de un extravagante suizo llamado Juan Rafael de Meraulyock, quien ostentaba el título de médico y vestía de forma estrafalaria. El hombre causó revuelo desde que llegó en 1879; se paseaba por las calles anunciando que en breve brindaría un espectáculo único y nunca antes visto: se atravesaría la garganta con un puñal o estilete y de su osado acto no quedaría huella o cicatriz alguna. El Doctor Meraulyock, con todo y su ojo de vidrio, fue también un reputado sacamuelas, lo cual le valió muy pronto la antipatía y el repudio del gremio odontológico (cuyos miembros, por otra parte, causaban terror a cualquiera) pero de nada les sirvió; si bien el suizo no pudo sostener frente a la Academia sus conocimientos como médico, sí logró probar que tenía aptitudes como dentista, labor que desempeñó en la calle y en el consultorio que poco después montó. De acuerdo con los periódicos de la época, en esos lugares y con doble turno, Meraulyock llegó a extraer la cifra récord de 4500 muelas en tan sólo quince días.
A nadie se debe culpar de que el raro nombre de este famoso personaje se viera de pronto modificado por el uso popular. Después de todo, nadie tenía la obligación de saber cómo se pronunciaba. La gente lo conoció casi desde su llegada como “Merolico” y coreaban su mote al rodearlo en la plaza. Los niños, burlones, le gritaban “Merolico, Merolico ¿quién te dio tan grande pico?”. Ahí, en medio de un público que se debatía entre la incredulidad y la sorpresa, poco debieron valerle al embaucador las numerosas medallas que solía colgarse a manera de condecoración, para impresionar. Quizás le fueron útiles cuando comenzó a vender mejunjes y, dicen, curó a alguien de su sordera (con seguridad alguno de sus paleros). También por esos días Meraulyock comenzó a ofrecer un bálsamo (cuya fórmula se basaba en sus supuestos y premiados conocimientos médicos) que “extendía la juventud”; el precio a pagar era la exorbitante cantidad de tres pesos por frasco. La comunidad científica comprobó que ese líquido era un fraude, pero esto no impidió que la fama de Meraulyock se extendiera; su sobrenombre se usó por aquellos días para parodiar a ciertos políticos que hablaban demasiado pero lo hacían sin sustancia o resultados. Merolico llegó incluso a inspirar una zarzuela llamada “El Tragaespadas” y hasta los científicos comenzaron a apropiarse el discurso del electromagnetismo que Meraulyock pregonaba como el futuro de la medicina. Gracias a él y a la polémica que levantó en su época, el Congreso debió poner reglas estrictas a las profesiones para evitar el arribismo de más charlatanes o merolicos.


Rafael Juan de Meraulyock dejó una profunda huella en la cultura urbana de México. En realidad nunca se atravesó la garganta con estiletes ni publicó completas sus memorias como lo había anunciado. Quizás por este motivo, o por algún otro relacionado con sus fraudulentas actividades, su salida de la ciudad, hacia 1880, fue tan intempestiva como su llegada. Con ello la Ciudad de México perdió a un innovador, pues entre otras cosas, su estrategia de promoción o propaganda utilizando carteles distribuidos en las calles y barrios sentó algunas de las bases de la mercadotecnia actual; con ella se hizo de un gran prestigio y reunió a su alrededor grandes auditorios en los que había personas de todas las clases sociales.

A principios del siglo XXI tenemos aún la fortuna de deleitarnos con las habladurías de los descendientes de Merolico, a pesar de que cada vez se hacen más escasos. Actualmente muchos de ellos ya no hablan, sino que utilizan grabaciones monótonas desde luego menos extenuantes. Pero estas grabaciones, al igual que el ya clásico pregón callejero de “Hay tamales oaxaqueños, tamales calientitos…” se pueden adquirir grabadas en disco compacto en el antiguo barrio de Tepito, con lo cual casi cualquier persona puede convertirse en merolico, yerbero, ungüentólogo o promotor de maravillosos artilugios para el hogar. Las calles se van quedando sin voces vivas (de las ingeniosas, claro) y se llenan de música estridente, grabaciones poco emotivas o convincentes y productos chinos, comerciales pero poco imaginativos y humanos. Sólo queda desear que éstos no acaben con la industria mexicana del brebaje casero, la palabra elocuente y la utilidad de nuestros ocurrentes merolicos…

Alberto Peralta de Legarreta

Agradezco a la familia Tisselli-Vélez la idea y la información para este Objeto de la Ciudad de México

Volver arriba

 

Objetario® y Objetario de la Ciudad de México son Marcas Registradas. Todos los textos e imágenes ®Alberto Peralta de Legarreta