El Mexicanito Ardiente


Casi siempre en los días cercanos al final de agosto, o bien con motivo de la participación de la selección nacional en un mundial de fútbol, un fulgor especial renace con fuerza en las calles de México. Tal vez hemos dejado de construir arcos florales y triunfos dedicados a personajes dignos de recuerdo, vivos o muertos, pero nada podría impedir que las ventanas, las puertas y las antenas de los automóviles ostenten una inquieta, frágil y a veces desteñida bandera tricolor de la que el águila, con la presa en sus garras, pareciera finalmente levantar el vuelo del incómodo nopal. Algo, al igual que esa águila imaginaria, inflama de pronto los cielos y los pechos de hombres y mujeres, quienes presas de una sensación no por conocida menos inexplicable, comienzan a gritar sin pudor en nombre de la patria y de los próceres con largos alaridos que por alguna razón van mejor con mariachis o de perdida con un enorme sombrero y bigotes de peluche, aunque hace más de un siglo nadie en el país los utilice seriamente y estén muy lejos de ponerse de moda de nuevo.


Podría decirse que es una especie de ardor eso que uno siente al ver ondear el lábaro patrio o al ver por enésima vez en nuestras vidas los edificios iluminados con millares de foquitos en la Plaza Mayor. En televisión o en persona, el efecto es el mismo. Justo ahí, donde siempre nos dijeron que estaba el corazón, y a veces más abajo, cerca del ombligo, los mexicanos contamos con una especie de hueco en el que habita nuestro mexicanito ardiente, listo para despertar con euforia tras un largo año de forzoso silencio y descanso. Claro, es posible que en ese tiempo haya tenido esporádicas vueltas a la vida en caso de que su portador visitara la Plaza de Garibaldi o hubiera asistido a los consuetudinarios honores a la bandera de alguno de sus hijos, ocasiones que sin duda aprovechó para hacerle verter una que otra lágrima que nadie sabrá si fue de orgullo paterno o de un más que bien justificado patriotismo. Bien sabido es que un mexicano no llora, no debe; pero puede darse el lujo de sollozar de genuina emoción al escuchar las primeras notas del gallardo himno nacional y conmoverse al ritmo de esa campana traída de un lugar heroico que no conoce. El mexicanito ardiente de cada quien provee a su huésped de movimiento, valor y fervor que pudieran llegar a parecer exacerbados, pero estos sentimientos resultan de gran utilidad en momentos de la fiesta en que la hermandad, la libertad y la independencia deben ser el común denominador de la gente en la Ciudad más grande del mundo y las áreas circunvecinas. Parece no existir literatura acerca del mexicanito ardiente y sus efectos homogeneizantes, pero es un hecho que cada 16 de septiembre esta raza de carismáticos simbiontes toman el control de nuestras vidas, y así, recién desempacado de la modorra con el pretexto de los esperados días oficialmente libres, nos impulsa al barullo y a la compra obsesiva de botanas empaquetadas, refrescos y alcohol, orgullosos productos de la gastronomía nacional, sin que importe si el último de ellos es o no tequila.


Esa es nuestra historia, pero no siempre fue así. Hubo un 16 de septiembre, hace más de un siglo y medio, en el que el mexicanito ardiente de todos murió o decidió quedarse callado, de pura vergüenza y tristeza. Fue en 1847 y no había nada qué festejar; cómo, si en vez de la bandera tricolor ondeaban en Palacio Nacional las barras y las estrellas. De seguro en esos tiempos lo que querían los mexicanos era apedrear a los invasores, cosa que de hecho hicieron desde sus azoteas, pero los más se quedaron en sus casas con una apestosa sensación de muerte que los corroía desde dentro. Al final el ejército invasor se fue, aunque con medio México a cuestas y con una sonrisa que nos les cabía en las bocas. Por cierto, durante su larga estancia y para deshacerse del aburrimiento de estas tierras, lo soldados estadounidenses fundaron bares que les evitaban tener que mezclarse con los léperos mexicanos y beber los extraños brebajes que acostumbraban en sus pulquerías y zangarros. Resulta triste, pero es en muchos de esos bares, o en sus tataranietos, donde hoy ahogamos al mexicanito ardiente antes de volverlo a mandar a dormir, eso sí, con muchos gritos y abrazos para que no sienta tan feo.

Alberto Peralta de Legarreta

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