¿Qué somos, señores, políticos o payasos?


Pregunta a todas luces pobre, pues al parecer para los capitalinos (como para cualquier habitante de otra de las grandes ciudades o de un pequeño pueblo) la desprestigiada clase política de México merece por mérito propio no sólo lucir ridículos rasgos de payaso, sino adquirir también, por qué no si a juicio de todos les van tan bien, cómicas trompas de cerdo, bigotes o esvásticas à la Adolf Hitler, maquillaje de travesti, look de chamuco cornúpeta, dentaduras de niño chimuelo, rasgos de roedor, letreros de peligro para la sociedad, sospechosas gafas oscuras, cabello funky-afroed o colmillos de vampiro chupasangre. Así es como en las calles, saturadas de propaganda partidista impresa con fotos, suele verse a los políticos aspirantes a un cargo por elección popular en los días cercanos a las elecciones federales.

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No es que en todos los casos las fotografías o las caras de esos personajes sean feas. Mucho menos que el capitalino haga uso de una insospechada vena artística. Lo que sucede es que estas efímeras expresiones de la propaganda política representan una invaluable oportunidad para manifestar la desilusión o el odio que se siente por personajes que sólo se exponen frente al elector en forma mediática, o bien durante breves giras y discursos, para nunca más volver a ser vistos ni darles a sus votantes la posibilidad de exigir representatividad. A los políticos en México es tradición popular modificarles la cara a manera de escarmiento o advertencia, y por eso es difícil aceptar que esas ocurrentes e improvisadas pintas sobre la propaganda, que producen a veces en quien los mira la risa o una genuina sensación de justicia, son solamente travesuras de niños. Cuando vemos que un personaje lleva una leyenda de “Rata” o “Peligro” sobre la frente, o bien porta en múltiples locaciones una brillante y roja nariz adherible de payaso (impresa ex profeso, tal vez, por algún grupo anarquista que no siente predilección por algún candidato en especial, sino más bien repulsión por todos y por el proceso electoral) cuesta trabajo creer que no haya detrás algo de verdad; es un hecho que en comunicación la uniformidad suele llevar a la idea de certidumbre. Después de todo, detrás de ese discurso de desprestigio hacia la clase política de México yacen décadas, si no siglos, de inconformidad y resentimiento del pueblo de México. El rayado de carteles y las frases alegóricas tampoco son nada nuevo, aunque su práctica se ha mantenido cambiante en una sociedad democrática que hoy prefiere las imágenes a las letras. Los primeros graffiti políticos aparecieron apenas nacida la Nueva España y estaban dirigidos a Don Hernando Cortés, personaje que a todas luces se benefició mucho más que sus compañeros con la conquista de estas tierras. Por aquellos años, según nos cuentan Bernal Díaz del Castillo y Salvador Novo, solían aparecer anónimas pintas llenas de reproches en las blancas bardas de la casa de Cortés en Coyoacán: “No le basta tomar buena parte del oro como General, sino que toma quinto como Rey…” o “¡Oh, qué triste está el alma mía hasta que su parte [del botín] vea!”.

Lo que sí es que hay que ponderar en ocasiones la vena artística del mexicano, arriba citada, amén del profundo sarcasmo que esconde, que por cierto es muestra clara de que la sociedad no carece de inteligencia. Porque es de notar que con pocos recursos a la mano (tener la suerte, entre otras cosas, de traer consigo un marcador, una pluma, una caja de colores) el habitante de una ciudad como México es capaz de crear verdaderas obras maestras, si no de arte, al menos del ingenio. El hacer chimuelo a un personaje implica una de dos opciones: 1) que el político en cuestión tiene la mentalidad de un niño de leche (lo cual explicaría sus continuos yerros) o 2) que enfrascado en una golpiza o contienda (política), la perdió miserablemente, por lo que votar por él es una mala apuesta. Encontrarse a alguien (antes masculino) adornado con pendientes, pestañas postizas y colorete podría indicar que votar por él es sufragar por un candidato de pocas convicciones, cobarde y poco dispuesto a enfrentar sus responsabilidades como hombrecito. Lo mismo sucede con la roja nariz de payaso, justificada en tiempos en los que a los políticos les da por expresarse de manera tan ridícula y con esa manía que tienen de sacarse cosas de la manga, tal como lo haría un payasito globero mal pagado que, además, tuviera el descaro de hacer infantiles trucos de magia. Como se ve, las posibilidades resultan infinitas para el hacedor de parodias en la propaganda política impresa. Lo único que hace falta es un espacio vacío o disponible. Así es como el lampiño obtiene en segundos un bigote porfiriano y el más bueno de los candidatos se transforma en Satanás; así la Derecha de nuestro país, según uno que otro artista, se alinea de pronto con los ideales Nazis y la Izquierda, por qué no, qué importa, también. No sería extraño entonces que un día el pueblo, dada la enorme cantidad de monstruos, vampiros babeantes, operados del cerebro o dictadores en potencia que pueblan la escena política, lanzara como candidato al finado pero inmortal Enmascarado de Plata o de pedida a SuperBarrio. Tal vez entonces los políticos en el Senado o en la Cámara de Diputados, por fin preocupados y en sesión extraordinaria, se cuestionarían en el presidium, llenos de confusión: ¿Qué somos, señores, políticos o payasos?

Alberto Peralta de Legarreta

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