Breve y triste historia del Pollo en México

“Y todos los pollos del mundo, unidos,
se entregaron con fervor inconsciente al suplicio
de nutrir con sus cuerpos el de alguien más”

Pal Sorensen. God is a complaint too

Poco pensantes, pero puntuales y diligentes, llegaron en el siglo XVI los Pollos a su destino, que aun sin que ellos lo supieran era todo un Nuevo Mundo por descubrir. Así fue como esas primeras gallináceas hicieron su arribo a América, donde sin un recibimiento espectacular muy pronto habrían de ser criadas para enfrentar su fatal sino. El Pollo y otras aves de corral formaban parte de la vida cotidiana y la dieta mediterránea desde tiempos de los griegos, esos maestros navegantes que primero vieron en ellos lujuriosos elementos ornamentales para sus casas y jardines, y después, no se sabe bien por qué, desearon averiguar a qué sabían y eventualmente los devoraron.

Siglos antes de Cristo el Pollo y otras aves de ornato llegaron a Occidente desde la India gracias a la compleja red comercial que operaba en el Mediterráneo. Es probable que como alimento hayan sido incluidos en la dieta debido a su acelerada capacidad de reproducción, que súbitamente les arrebató su valor como objeto exótico.


Sin embargo, hay que apuntar que aún así el Pollo no parece haber sido del completo gusto de griegos y romanos, tan acostumbrados a degustar la carne de animales de caza y corral como el jabalí, el cerdo y el cordero, y cuyo apetito por la carne de volatería privilegiaba únicamente a las especies raras como el Flamenco (de éste sólo se consumía la lengua y en contadas ocasiones su cuerpo asado. Así lo indica el texto conocido como El Banquete de Trimalción). Tampoco en la península Ibérica se le dio una calurosa bienvenida al Pollo, y al igual que en De re coquinaria, el muy célebre recetario romano de Marcus Gavius Apicivs –que ni siquiera lo menciona– éste no pasó a formar parte central de la gastronomía sino hasta muy tarde. De él se empleaba cuando mucho su caldo, pretendidamente eficaz para el tratamiento de los apestados y los enfermos de la mortífera influenza.

Desafortunadamente, en la Nueva España cambiaría la suerte de este pobre animal. Los indios, acostumbrados a la carne de ave obtenida mediante el trampeo, las redes y la caza, recibieron al Pollo con singular beneplácito y lo criaron como medio de subsistencia, introduciéndolo como invitado principal en un sinnúmero de platillos regionales, y por qué no, también como parte de ciertos rituales de brujería y como elemento primordial de la dieta de los enfermos. Una vez exitosamente aclimatado, el Pollo (llamado también “gallina de la tierra” o “de Castilla”) sirvió también para pagar tributo a los españoles, cuyo sustento alimenticio –gratuito– debieron aportar los indios como una obligación durante los primeros años del Virreinato.


Triste es en verdad la corta vida del Pollo comercial. Tuvo la mala suerte de ser uno de esos pocos animales cuyo cadáver entero puede ser expuesto impunemente a la vista de la gente en calles, mercados y plazas, ya sea en esa agónica vía de cocción rotatoria que les hemos construido en las rosticerías, o en el holocáustico y desnudo hacinamiento al que se ven sujetos al enfrentar la tabla de corte y las afiladas tijeras jardineras del pollero que lo expende. Y hablo de su mala suerte porque por alguna razón que se me escapa, los comensales occidentalizados rara vez consumen o adquieren enteros los animales que consumen. Se trata de una especie de regla general gastronómica que con seguridad en algún momento separó a los civilizados de los salvajes, éstos últimos “incapaces de transformar sus alimentos para comerlos”. El hecho de que el Pollo sea un animal que generalmente observamos completo en los negocios es una infracción a la regla que resulta difícil de explicar, pues somos capaces de hincarle el diente a un buen pedazo de vaca (incluso hay quien lo disfruta rojo, prácticamente crudo) pero seríamos incapaces de propinarle una mordida al bovino vivo en pleno campo para obtener su carne. La regla en Occidente es no comer animales vivos o que conserven su forma original, es decir, que no se encuentren transformados mediante cierta arte culinaria. Esto explica con claridad que los europeos se nieguen a consumir, bajo ningún concepto, los insectos y larvas que los indios tenían y tienen por manjares; sin embargo no explica lo que sucede con el cadáver del Pollo.

Era de esperarse el éxito del Pollo como alimento de aquellos primeros años virreinales. A estas aves ni siquiera se les consideró como “ganado menor”, por lo que no compitieron con los cuadrúpedos igualmente llegados de Europa, cuya sola posesión era símbolo de estatus. El Pollo, por otro lado, siempre fue un animal fácil de reproducir y de inmediato se convirtió en aliado de las clases populares. Indios y mestizos hicieron buen comercio de él en los mercados centrales de la capital novohispana, donde se expendió en tenderetes y puestos al aire libre en lo que se conoció como El Baratillo, situado al centro de la Plaza Mayor (hoy Zócalo) y a un lado del también desaparecido mercado de El Parián. El Pollo llegaba a esos lugares vivo o destazado a bordo de las innumerables canoas que por entonces (y hasta principios del siglo XX) surcaban lagos y canales hasta la Acequia Real, que ocupaba la actual calle de Corregidora situada a un costado del Palacio Nacional. Se puede afirmar con seguridad que este comercio de carne blanca resultó en más de una ocasión un dolor de cabeza para las autoridades virreinales, pues la matanza se realizaba en forma casera e informal y sin ningún control sanitario como en los rastros supervisados en los que se sacrificaba ganado mayor y menor. Con todo y todo, hay que aceptar que el Pollo fue una presencia útil durante las constantes pestes que azotaron la capital novohispana a través de los siglos, y también como parte de la dieta de los más desfavorecidos. La misma gastronomía mexicana le debe mucho, pues en forma de caldo o carne resultó ser un adecuado sustituto para el guajolote, que por su parte hacía años que se había lanzado a la conquista de Europa y el mundo, regalando a América un triunfo que nunca alcanzó frente a sus conquistadores.


Pero pasaron los siglos y llegó la modernidad, y con ella el crecimiento de poblaciones y ciudades que demandaron más y mejores alimentos con un hambre que hasta hoy es capaz de devorar cualquier cosa. Sí, hasta el Pollo que hoy se oferta en multitud de comercios, no exento de sus viejos problemas y poseedor de algunos nuevos, tal vez aún más perjudiciales. Me explico: el Pollo que hoy consume la Ciudad de México es de tan dudosa procedencia como el del antiguo Baratillo Chico, pues que se sepa nadie se pregunta realmente de dónde viene o qué tan fresco es; una extraña creencia hace que el comprador confíe en su pollero, ya sea porque ha surtido a su familia por generaciones o porque simplemente su Pollo “nunca le ha hecho daño”, aunque en realidad nada garantiza su ética y moralidad, además de que éste también puede cambiar de proveedor en forma indiscriminada. En ese caso, parecería que sólo quien críe su propio Pollo podría resultar confiable, pero en modo alguno esto es una verdad porque entonces habría que confiar también en quien fabricó el alimento con el que engordó a sus animales.


Basta de tanta confianza irracional. Ninguno de los signos de frescura y sanidad del Pollo que se vende en la Ciudad de México es suficiente; durante siglos se nos ha engañado al decirnos que el “sano” color amarillo de la piel de un pollo es garantía de su frescura, pero nadie nos dice al venderlo que en realidad aquel pobre Pollo fue obligado en vida a consumir semillas de cempasúchil o azafrán sintético, o que de plano en el mayor de los descaros hay quien pinta los pollos a brocha con una pintura hecha a base de esa mexicanísima flor. El grado de equivocación al que nos han inducido tales prácticas nos hace desconfiar del cadavérico y pálido Pollo importado que se vende en supermercados, haciéndonos imaginar que ese color azulado y blanquizco es señal de enfermedad o exceso de congelación. En pocas palabras, un pollo pálido (y por tanto, absolutamente normal) tiende a resultarnos asqueroso frente a uno amarillo y “saludable”.

Otro pequeño problema del Pollo citadino es su congelación añeja. De acuerdo con notas periodísticas de los años noventa del siglo XX, algunos cadáveres importados y expendidos en tiendas de autoservicio tenían hasta cinco años de permanecer congelados y se vendían en nuestro país sólo por estar prohibido su comercio en los Estados Unidos debido a esa causa. Debieron importarle a sus consumidores las dudosas aportaciones nutritivas (y bacterianas) de un alimento sometido a tal proceso de conservación, pero no: un Pollo tan barato, tan gordito y sobre todo importado, no era algo como para desperdiciar…

Lo anterior nos lleva sin remedio al detalle de la engorda del Pollo. Creo que pocas personas se ponen a pensar realmente en el número enorme de habitantes de la ciudad que consumen a diario a tan infeliz animal. Haciendo unas simples cuentas, resulta increíble, si no maravilloso, que se vendan tantos Pollos y todos (o casi todos) estén tan sanos y gordos. A la pregunta natural de de dónde proviene tal número de animales muertos, se aúnan la de en qué lugares vivieron, de qué se alimentaron, y sobre todo cuánto vivieron realmente. Las respuestas no están lejos de la capital: en el Valle del Mezquital del Estado de Hidalgo existen infinidad de granjas dedicadas a su “cuidado” y comercialización. Tengo que entrecomillar la palabra “cuidado” porque hay que tener cuidado al utilizarla; para que un pobre Pollo alcance peso y tamaño comercial se requieren de 7 a 8 semanas en condiciones normales, cosa que estos resorts de lujo logran en sólo 4. Tales condiciones normales implican que un Pollo sea libre y picotee donde quiera en busca de alimento, mientras en las granjas son obligados a vivir hacinados y de pie en jaulas que no les permiten otro movimiento que no esté relacionado con comer, lo cual hacen asomando la cabeza para alcanzar con su pico una canaleta siempre llena de algo inquietantemente llamado “Pollinaza”. Estos gránulos cilíndricos cuentan con una fórmula poco ortodoxa que incluye productos derivados del mismo pollo y del excremento de los cerdos (cuyo tracto intestinal es corto y deja muchos desperdicios “útiles” en las heces) además de dosis de esteroides que fuerzan al animal a crecer y desarrollarse –auténticamente a inflarse– de forma artificial y en tiempo récord. Esto no sólo lo convierte en caníbal y carnívoro, sino también en un monstruo que al entrar en el organismo humano le deja un legado de químicos que ni estando locos probaríamos, sobre todo porque están prohibidos. No hay que olvidar el caso de ciertos atletas mexicanos sanísimos que dieron positivo en esteroides en una competencia internacional porque su entrenador y nutriólogo ignoraban que el también “sano” Pollo que les proporcionaban estaba saturado de esteroides. Pobres de nuestros enfermos, a quienes creemos estar ayudando con una dieta basada en pollito y sanos caldos.

La invitación, en caso de que no haya quedado claro, es a dejar de consumir Pollo, buscar un proveedor confiable o criarlo nosotros mismos. Queda perfectamente claro que con la enorme desvinculación que tenemos los seres urbanos con la producción de nuestros alimentos esto resultará una tarea extremadamente difícil, pero si algo es seguro es que la Ciudad de México ofrece miles de delicias diferentes y seguramente más sanas. Y de paso, por qué no, la invitación es también a dejar vivir a los pobres Pollos, inocentes animales de la Creación.

Alberto Peralta de Legarreta

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