Las Tortilladoras: Compleja maquinaria que sustenta a la Ciudad de México


Mi abuelo cuenta la anécdota de que cuando era apenas un niño y regresó por primera vez de la escuela, allá por 1930, estaba muy contento porque había conseguido a su primer amigo. Aquel niño se llamaba “Monséis” y por desgracia su apellido hoy lo desconocemos. La historia de “Monséis” no tendría nada de particular si no fuera porque muy pronto tuvo fama de tener un padre loco. El dedicado padre de ese niño de la Colonia Algarín, situada en aquel entonces a un lado de un Río de la Piedad aún sin entubar, se había ganado el título de loco porque, de acuerdo con lo que decía su hijo, estaba inventando una máquina para hacer tortillas. Pero ¿Quién en su sano juicio le iba a comprar semejante idea, por demás inútil, si en los mercados se podían comprar buenas y baratas tortillas hechas a mano, como era debido?

Desde luego, eran otros tiempos. Efectivamente en aquellos lejanos días las tortillas estaban disponibles en casi todos lados, y si no, contar con alguien que las hiciera en casa era normal. Tal vez lo que la gente de aquellos años no lograba notar era que la Ciudad de México estaba comenzando a crecer a un ritmo que hasta hoy no se ha detenido. Con cada vez más personas llegando a la urbe en busca de trabajo en la

floreciente industria de la construcción, era necesario que los hábitos alimenticios citadinos cambiaran con base en la nueva demanda. Si bien las máquinas manuales para hacer tortillas comenzaron a aparecer comercialmente hacia 1884, sólo sirvieron para facilitar el trabajo de las mujeres y lograr que agilizaran la producción. Hacia 1910 aparecieron las primeras ingenios mecánicos basados en el uso de rodillos y troqueles; en 1920 la primera tortilladora de gas. Durante las primeras décadas del siglo XX la competencia por desarrollar una tortilladora automática eficiente fue muy reñida. Su funcionamiento se basa en diferentes partes del proceso: el maíz nixtamalizado sale del molino (que es una máquina aparte) y pasa a la parte de la tortilladora que lo amasa y refina. Esto se logra mediante un par de rodillos que crean una cortina continua de masa a la que después otro rodillo troquelado corta en secciones redondas mientras otro dispositivo recoge los sobrantes de masa. Finalmente, estas tortillas crudas son depositadas en una malla metálica de movimiento infinito donde comienza su proceso de cocción (28 segundos por un lado y unos 13 por el otro) y que las conduce hacia la salida de la máquina.

La tortilladora automática es también una máquina hipnótica. Primero, hay que aceptar que es imposible no percibirla cuando uno asiste a la tortillería. Se trata de un mecanismo complicadísimo y misterioso lleno de partes móviles: tornillos, engranes, mallas, levas y recipientes. También hay que contar el enigmático movimiento de la masa en la parte más alta del artefacto (que le imprime una aparente vida propia) y el sonido monótono que emite tan estrafalario aparato, un rechinido rítmico que cualquier mexicano sería capaz de reconocer de inmediato a una calle de distancia. Por si todo lo anterior fuera poco, el olor de la fabricación de tortillas en serie resulta también sumamente invitante. Es así que la tortilladora es una auténtico y paradójico dispositivo barroco del siglo XX, capaz de hacerse notoria –y disfrutable- a través de la totalidad de nuestros sentidos.
Ir a la tortillería es una especie de ritual que por desgracia comienza a perderse en la Ciudad de México. La aparición de supermercados, que cada vez ofrecen más productos y servicios en un mismo lugar y a precios competitivos, ha comenzado a hacer a un lado costumbres como las de tomar el trapo o la servilleta bordada y caminar unas calles hasta la tortillería, donde de una máquina enloquecida emergen mágicamente kilos de tortillas humeantes y perfectamente iguales. Está en peligro también el placer inigualable de tomar una tortilla de la báscula y hacer con ella un buen taco de sal, o bien, de la salsa que el establecimiento pone amable y gratuitamente a nuestra disposición en molcajetes con forma y carita de cerdo.

La hechura de tortillas en Mesoamérica tiene aproximadamente unos tres mil años de antigüedad. Sabemos entre otras cosas que algunos Olmecas del Golfo de México (1000 a.C) no poseían metates, por lo que no pudieron fabricarlas. Sin embargo, cerca del inicio de nuestra era las tortillas ya eran un alimento fundamental de nuestras culturas indias, que para hacerlas habían desarrollado la nixtamalización de los granos del maíz. Con la llegada de los conquistadores en el siglo XVI las tortillas adquirieron su actual nombre y se convirtieron en alimento esencial de las familias mestizas e incluso peninsulares. Algunos cronistas cuentan que el sonido característico de la Ciudad de México cada mañana era el del rechinido de las manos del metate (texolotl) convirtiendo en masa los granos húmedos del maíz contra la roca y que las mujeres fueron siempre las encargadas de tirarlas al comal y cocerlas. La utilización de artefactos que ayudaran a una producción más rápida y eficiente de tortillas pudo tener su origen en los siglos XVII y XVIII, pero se trataba de enseres hechos de madera que, a falta de una superficie lisa y flexible que ayudara a despegar la masa previamente prensada, no llegaron a sustituir al tradicional palmeo que suele dar forma y espesor a las tortillas caseras.
En nuestros días las tortilladoras automáticas producen diariamente cientos de toneladas de tortillas para todo tipo de públicos. Existe una fuerte competencia entre las industrias diseñadoras de este tipo de maquinaria; una máquina de última generación es capaz de producir 6000 tortillas por hora, equivalente a unos 200 kilogramos, con un gasto de apenas 5 litros de gas. Lo único malo es que nunca podremos saber si el supuestamente loco padre de “Monséis” fue quien triunfó o estableció el estándar que hoy nos rige, pero su historia representa la necesidad citadina de llevar a la boca de más mexicanos, gracias al ingenio y la visión, ese alimento básico que nos nutre desde hace miles de años. Y es seguro que nadie hoy se atrevería a creerlo fuera de sus cabales…

Alberto Peralta de Legarreta


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