Una Ciudad Invisible I . El Puente de Urrutia


Con un poquito de curiosidad, y sin ceder a la tentación de hacer lo que todos cuando deciden ir a bogar en Xochimilco, es decir, dirigirse sin pensarlo a algún gran embarcadero turístico como Natívitas o Zacapa, es posible encontrar uno de esos sitios olvidados e invisibles de la Ciudad de México. Contrario a lo que muchos creen, ir a Xochimilco no es tan sólo abordar una trajinera y recorrer como todo el mundo los canales de Santa Cruz y Axomulco, sitios atestados por un sinnúmero de embarcaciones en continua colisión, mariachis cansados y pequeñas canoas llenas de alimentos o ramilletes de flores. Si se fija uno bien, podrá ver que existen otros pequeños embarcaderos a lo largo del trayecto y que éstos ofrecen exactamente el mismo servicio aunque no sean tan conocidos. Salitre, Fernando Celada, Belén, San Cristóbal y Caltongo son algunos de sus nombres, y es posible llegar a ellos caminando desde el templo de San Bernardino de Siena o el mercado principal, en el centro de Xochimilco.

 


La todavía amplísima zona chinampera cuenta con una importante red de acalotes o canales poco conocidos, muchos de ellos ni siquiera abiertos al público. Tomando rumbo hacia el oriente por la Avenida Nuevo León se llega a un paraje conocido como “El Puente de Urrutia”. Estas antiguas y extensas tierras situadas a un lado del Canal de Apatlaco formaban parte hacia principios del siglo XX del pueblo de San Gregorio Atlapulco y pertenecían a la familia Urrutia. El mismo canal fue conocido por ese apellido y desde aproximadamente finales del siglo XIX un puente de hierro y mampostería solía cruzarlo y unir estas chinampas de sembradío con el camino que llevaba a Xochimilco. Desafortunadamente de este hermoso puente porfiriano hoy sólo quedan ruinas; se tiende sobre la tierra en vez de sobre el agua y ha sido sustituido por una brecha de terracería. El puente conserva aún en su lado poniente una antigua banca cubierta con azulejos de Talavera que servía de descanso al caminante, pero el canal que solía pasar por debajo del vano fue seccionado y en su camino hacia el barrio de San Juan Moyotepec pierde su anchura paulatinamente hasta desaparecer.



Tal vez nada de lo anterior resultaría interesante, ni siquiera ese puente olvidado y en ruinas, si no fuera porque la familia Urrutia contó con un miembro distinguido, que al parecer fue su asiduo usuario. Se trata del controvertido médico cirujano Don Aureliano Urrutia, nativo del Barrio de la Concepción Tlacoapa en Xochimilco y nacido en 1872. Su nombre puede que no nos diga mucho (ni siquiera nombraron en su honor una calle en la Colonia Doctores) pues es uno de esos personajes a los que la historia de México no ha sabido darles un lugar. Y no es para menos, porque al Dr. Aureliano Urrutia hay quienes lo admiran y quienes simplemente sienten abominación por él. A la distancia de los años resulta difícil, si no imposible, saber qué tipo de tratamiento debe dársele a este hombre; bien podría ser héroe u homicida. Sí, porque a Urrutia también se le conoció como “El Cirujano Asesino”. Médico personal y compadre del usurpador Victoriano Huerta (autor intelectual de la muerte de Madero y Pino Suárez durante la Decena trágica en 1913) a Don Aureliano se le acusa entre otras cosas de haber cortado la lengua y después asesinar en su hospital de Coyoacán a Belisario Domínguez, médico y senador chiapaneco que luchaba por la libertad de expresión. Se le achacaron también la muerte del senador Serapio Rendón y otras fechorías cometidas, se dice, cuando fungió como Ministro de Gobernación durante el segundo período de gobierno del dictador Huerta, en 1913. Tras la caída del usurpador, Urrutia huyó a Alemania y después a los Estados Unidos, donde por cierto volvió a fundar una clínica privada y gozó de gran fama en el exilio.

Sin embargo no todo luce perverso en la vida del Dr. Urrutia. Fue profesor de cirugía en la Escuela Nacional de Medicina y hacia 1911 fue nombrado por Francisco I. Madero como Director del Hospital General, donde en tan sólo tres meses hizo reformas y cultivó éxitos que le dieron fama internacional. Entre otras cosas, Urrutia salvó de la muerte al célebre torero Rodolfo Gaona, quien fuera cornado por un toro en 1908. Años después, una vez establecido en San Antonio, Texas, fundó el Hospital Miraflores, donde es fama que atendió al mismísimo Francisco Villa, realizó intervenciones quirúrgicas en órganos y tejidos que antes nadie había tenido el valor de operar e incluso se convirtió en el primer cirujano del mundo que logró separar con éxito a dos niñas siamesas, el año de 1915. Y la cosa no para ahí. Don Aureliano fue también uno de los primeros cineastas de la historia de México y las vistas educativas que filmó con una cámara Lumière son hasta hoy motivo de admiración entre los miembros de la comunidad médica; se les conoce como “Las operaciones notables del Dr. Aureliano Urrutia” y representan la más antigua manifestación del cine científico mexicano.


Así es que esa es la razón por la que se llama así el Puente de Urrutia, cuyas ruinas vemos en el predio de Tlalpixcatl, a un lado del poco célebre embarcadero situado al final del canal de Apatlaco. Cabe la posibilidad de que este lugar sea también donde se verificó el encuentro entre los dos caudillos revolucionarios Emiliano Zapata y Francisco Villa, el 4 de diciembre de 1914. Los Urrutia vendieron años después sus tierras, no sin antes tener problemas con algunos jornaleros locales que se negaron a laborar ahí con tan bajos salarios. Se dice que ante la escasez de trabajadores la acaudalada familia contrató a un grupo de ociosos inmigrantes japoneses, cuya presencia en las parcelas, repudiada por la gente de Xochimilco, fue también la causa del curioso nombre con que se conoce hasta nuestros días a una de las anchas vías de agua que corren entre las antiguas posesiones de la familia: el Canal de Japón. Es probable el antiguo puente permaneciera en pie hasta la muerte del doctor Aureliano, quien dejó de existir en 1975 a los 103 años de edad. Lo que queda de esa obra de ingeniería del pasado debería contar al menos con una placa, aunque en ésta no se especificara si su constructor fue un héroe o un villano de la historia de nuestro país.

Alberto Peralta de Legarreta

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