A quién rezarle en caso de inundación en la Ciudad de México


Hace no tanto tiempo la Ciudad de México era aún conocida como Anahuac, lo que está rodeado de agua, sin que esto incluyera la posibilidad de también estar en ocasiones bajo el agua. Pero esto último también sucedía a menudo, de modo que observar en la pantalla de la televisión automóviles que intentan transitar las calles con vocación de submarinos no es absoluto cosa nueva. Lo que pasa es que ahora no hay forma de no enterarse de un paso a desnivel anegado o del bizarro intento de un automovilista náufrago por abandonar su nave en medio de la catástrofe y alcanzar a brazo partido la supuesta seguridad de la banqueta. Y es que también hay que aceptar que el agua no es lo único que inunda la Ciudad de México; también estamos inundados de información, que nos llega por todos los medios posibles.

 


Hubo días en que el agua simplemente llegaba a las calles de la ciudad sin aviso de ninguna especie. Y llegaba en forma de oleadas incontenibles que poco a poco forzaban a los capitalinos a abandonar su vida cotidiana para habitar las azoteas y, de haber sido suficientemente previsores, tener lista una canoa cuyo embarcadero era el balcón que solía estar en la planta alta de la casa. Los historiadores de la navegación en la Ciudad de México parecen haber pasado por alto estas vicisitudes de los aún no llamados chilangos, que en aquellos funestas primeras décadas del siglo XVII acudían a la única parte seca de la ciudad, la Plaza Mayor o "Isla de los Perros" (llamada de esa forma a causa de la gran cantidad de estos animales que ahí se refugiaban de la inundación) para pedirle a Dios o a quien estuviera más a la mano que drenara las aguas o suavizara el castigo impuesto a la ciudad pecadora. Pero la espera podía ser larga, y llegó incluso a durar años. Cansados de implorar hubo quienes embarcaron sus pertenencias y decidieron abandonar sus propiedades. Ya antes habían acudido a la bondad de San Isidro Labrador y a la milagrosa imagen de la Virgen de los Remedios, ambos importados de España, pero habían recibido siempre un no como respuesta; las calles cada vez se inundaban más y las epidemias comenzaron a diezmar a los capitalinos. Y justo como hoy todavía hacemos cuando no quedan más opciones, las plegarias se volcaron hacia la Virgen de Guadalupe, que por algún motivo sí supo escuchar. Habitando por única vez en su historia la Catedral de México, Tonantzin Guadalupe hizo descender las aguas del desastre de 1629. Con ello ganó una importante cantidad de fieles, y cómo no, un título honorario que hoy, desdichadamente, nadie recuerda ni en sus peores momentos de angustia bajo el fluir inverso de las alcantarillas.


¿A quién rezarle entonces tras una tromba que amenace con arrastrarlo todo en la Ciudad de México? Es fácil. A la Virgen Santísima de Guadalupe, su ilustre y desconocida Patrona contra las inundaciones desde el año de 1634. Que ya nadie se acuerde de ese cargo o que nadie lo sepa, es otra cosa. Pero es más que probable que con Fe, la invocación a nuestra Madre del Tepeyac, señora del cielo, surta más efecto que una llamada a los teléfonos de emergencia, cuya ayuda, por cierto, tal vez tenga que llegar a nado.

Alberto Peralta de Legarreta

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