Hubo días en que el agua simplemente llegaba a las calles
de la ciudad sin aviso de ninguna especie. Y llegaba en forma
de oleadas incontenibles que poco a poco forzaban a los capitalinos
a abandonar su vida cotidiana para habitar las azoteas y, de haber
sido suficientemente previsores, tener lista una canoa cuyo embarcadero
era el balcón que solía estar en la planta alta
de la casa. Los historiadores de la navegación en la Ciudad
de México parecen haber pasado por alto estas vicisitudes
de los aún no llamados chilangos, que en aquellos funestas
primeras décadas del siglo XVII acudían a la única
parte seca de la ciudad, la Plaza Mayor o "Isla de los Perros"
(llamada de esa forma a causa de la gran cantidad de estos animales
que ahí se refugiaban de la inundación) para pedirle
a Dios o a quien estuviera más a la mano que drenara las
aguas o suavizara el castigo impuesto a la ciudad pecadora. Pero
la espera podía ser larga, y llegó incluso a durar
años. Cansados de implorar hubo quienes embarcaron sus
pertenencias y decidieron abandonar sus propiedades. Ya antes
habían acudido a la bondad de San Isidro Labrador y a la
milagrosa imagen de la Virgen de los Remedios, ambos importados
de España, pero habían recibido siempre un
no
como respuesta; las calles cada vez se inundaban más y
las epidemias comenzaron a diezmar a los capitalinos. Y justo
como hoy todavía hacemos cuando no quedan más opciones,
las plegarias se volcaron hacia la
Virgen
de Guadalupe, que por algún motivo sí supo escuchar.
Habitando por única vez en su historia la Catedral de México,
Tonantzin Guadalupe hizo descender las aguas del desastre
de 1629. Con ello ganó una importante cantidad de fieles,
y cómo no, un título honorario que hoy, desdichadamente,
nadie recuerda ni en sus peores momentos de angustia bajo el fluir
inverso de las alcantarillas.