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El
hambre en la Ciudad de México
Qué lejos quedaron
aquellos días en que las hambrunas atosigaban a los habitantes
de la ciudad, que aún sin imaginar que sería “La
de los Palacios” era por entonces un montón de ruinas
apestosas en cuyos canales y plazas se pudrían miles de
cadáveres rodeados de gusanos y sesos esparcidos sobre
los muros, llenos de agujeros. Aquella muy vieja Ciudad de México,
que dejaba justo en ese instante de ser Tenochtitlan,
era tan inhabitable que ni sus conquistadores desearon quedársela.
Los indios que fueron expulsados de esa isla no hubieran tenido
una sola razón para volver, ocupados como estaban en encontrar
un bocado qué llevar a las bocas de sus gentes, que ya
antes habían tenido que comer hierbas salitrosas, lagartijas
y varias otras asquerosidades bajo el fuego inclemente de los
invasores y sus bergantines. Entonces, además de terribles
enfermedades, la Ciudad de México sufrió el hambre.
Un tipo de hambre condimentada con la incredulidad de ver derrumbado
aquello que se creía indestructible. Faltarían también,
poco tiempo después, las hambres producidas por un pensamiento
occidental que ni en sueños sería capaz de aceptar
la humanidad de los indios. Los sobrevivientes de la orgullosa
Tenochtitlan morirían de debilidad durante los
trabajos impuestos por sus conquistadores, sólo para ser
reemplazados de inmediato por otro indio, tal vez su propio hijo,
que bajo este sistema tenía también los días
contados. En aquellos días del siglo XVI resultaba atractivo
convertirse al cristianismo nada más de saber que Cristo
era misericordioso y en más de una ocasión le había
dado de comer a sus seguidores, por el milagro de la multiplicación,
hasta que se hartaron. Eran sin duda días difíciles
para los capitalinos.
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Hoy la ciudad apenas está consciente
de cuántos millones la habitan y recorren. Se trata, otra
vez, de un lugar mágico donde cualquier cosa resulta posible.
Hemos secado sus fuentes de agua, pero de los grifos ésta
sigue brotando imparable, como si Moisés hubiera vuelto
a picar peñascos en medio del desierto con su bastón.
Pero ¿qué es el hambre? Una de las plagas apocalípticas,
es verdad, aunque el fin de los tiempos no parece ser una verdadera
amenaza para esta ciudad donde uno puede respirar humo, nacer
con plomo en la sangre, deambular por muladares mantenidos por
finísimas personas y casi ofrendar la vida en
cada cruce de calles… pero ni por equivocación conocer
el hambre. Esta es en verdad una Ciudad de la Esperanza,
destino final de migrantes hambrientos que aquí ven colmadas
sus expectativas alimenticias. La Ciudad de México ofrece
a sus visitantes un menú inigualable a precios que causarían
risa en la India. Basta asistir un sábado al mercado de
música del Chopo en la Colonia Guerrero para degustar unas
ricas “Tortas de a varo para la banda eriza”,
o si se quiere parecer un turista, dirigirse al costado oriente
del Sagrario Metropolitano para disfrutar, historia y arquitectura
de México incluidas, de siete llenadores tacos de canasta
por cuatro pesos.
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A la pregunta que tantos se hacen acerca del por qué la
gente de fuera viene a la Capital existiendo tan pocos espacios
y oportunidades, habrá que contestar esto que podría
ser una de esas pocas verdades absolutas: En la Ciudad de México
nadie se muere de hambre. Nadie, porque aquí basta con
estirar la mano para obtener el importe de una Torta
de Tamal, con su atole; con sólo una cara triste y
una historia conmovedora, el dinero para unos tacos y un refresco,
y con una vetusta receta médica enmicada o un niño
drogado en los brazos (rentado en la Merced), lo suficiente para
adquirir unos pescuezos de pollo o un Mc Trío. Sí,
aquí nadie se muere de hambre. Se mueren allá lejos,
en la Tarahumara, en Chiapas o en el Valle del Mezquital, pero
nunca en la Ciudad de México, así la gente tenga
que vivir en alcantarillas. Claro, no puede decirse que estas
personas estén bien nutridas, pero vamos; ¿A quién
no le gustaría comenzar el día con la seguridad
de que al menos traerá la panza bien llena?
Alberto Peralta de Legarreta
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