Infortunios arquitectónicos de la Ciudad de México I

El Tec de Monterrey Campus Ciudad de México (CCM)

Uno puede querer con toda su alma la Ciudad de México, pero en ocasiones, al transitarla o vivirla, resulta imposible no sentir ganas de llorar al toparse con edificios que resultan incomprensibles o que atentan contra nuestras más básicas concepciones estéticas o funcionales. Es a estos edificios a los que llamo Infortunios arquitectónicos de la Ciudad de México.

Es verdad que la urbe, conglomerado humano afortunadamente diverso, es el lugar donde conviven toda clase de tendencias e ideas. Esta diversidad ha sido precisamente uno de los principios vocacionales de la Ciudad de México, casi desde sus inicios. Tras la destrucción de Tenochtitlan, que forzara a Hernán Cortés a establecerse en Coyoacán, a las orillas del lago, los indios fueron forzados a comenzar la reconstrucción, esta vez de una ciudad al más puro estilo europeo, es decir, siguiendo un ordenamiento urbano basado en una retícula, también llamada Damero por semejar un tablero de Damas o Ajedrez.

La nueva ciudad, que comenzó a levantarse a lo largo de la segunda y tercera décadas del siglo XVI, debió parecerle extraña a los indios en todos sentidos. Sus canales desecados y la apertura de calles cambiaron profundamente el aspecto original de la antigua Tenochtitlan, tan vinculada al entorno lacustre. Aparecieron también nuevos edificios, de forma y estética nunca antes vistas. No estamos seguros de la recepción inicial que tuvo la arquitectura europea en la naciente Ciudad de México; sin embargo, algunos datos aportados por cronistas nos hablan de la gran admiración que causaron la tecnología y los conocimientos de esos primeros diseñadores y constructores de templos y palacios, que en un principio tomaron el aspecto de fortalezas, unas para resguardo de la fe, otras para la protección de las personas y los poderes de los gobernantes novohispanos. Contamos con al menos un ejemplo claro del estupor que causaron esos edificios entre los indios (y seguramente, aunque no quedara registrado, también hubo aversión). Se trata del templo de San Francisco, que los frailes mendicantes construyeron sobre la calle del mismo nombre, que después mudó de nombre a Plateros y hoy conocemos como Francisco I. Madero, en el centro de la ciudad. Los indios ayudaron en la construcción de una bóveda sin saber cuál sería el resultado final, pero al ser requeridos para retirar la cimbra de madera que sostenía la obra, éstos se negaron argumentando que el techo se les caería encima si lo hacían. Por más que los frailes intentaron convencerlos de que no existía peligro, no obtuvieron su ayuda. Fue así como los
Tec
indios asistieron a la liberación de la primera bóveda novohispana, que los maravilló por no hallarse sostenida por ningún elemento y se sostenía “en el aire” prácticamente por arte de magia. Con el paso del tiempo, otras épocas y personas se vieron sorprendidas por los avances de la arquitectura en la ciudad y quizás se sintieron inconformes con los resultados estéticos o funcionales de los edificios. Ejemplos claros lo son el primer rascacielos de la ciudad y su posterior humillación por un edificio moderno pero insulso en formas como la Torre Latinoamericana. Para muchos, el problema con la arquitectura moderna es que se impone sin guardar respeto por el pasado y el entorno en que se desarrolla. Así sucedió también con el edificio de la Bolsa Mexicana de Valores, en pleno Paseo de la Reforma, avenida con gran abolengo y prolongada tradición arquitectónica, cuando la llegada en los años ochenta del siglo XX de una arquitectura moderna, rectilínea y de cristal, fue inicialmente recibida con beneplácito por muchos. Sin embargo, en las academias esta tendencia pronto recibió fuertes críticas, dado que, en detrimento del edificio, sus fachadas no hacían otra cosa que reflejar a los demás edificios que la circundaban.


El Campus Ciudad de México del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM)

A finales de la década de los ochenta del siglo XX, cuando el área de Villa Coapa, al sureste de la ciudad, comenzaba a urbanizarse con rapidez y aún era frecuente ver enormes páramos en los que todavía pastaban algunas vacas, el ITESM estableció un nuevo campus a un lado del Periférico, en una zona colindante con Xochimilco. La llegada de un tecnológico (hay que aceptarlo; en esa época el Tec no podía presumir de ser una universidad) aceleró la urbanización de los terrenos colindantes, la ampliación de las calles y el tendido de servicios básicos. Con ello, además del establecimiento de otras escuelas, almacenes, oficinas y desarrollos inmobiliarios, Villa Coapa perdió lo último que le quedaba de rural.

Todo esto no tendría nada de extraño si no fuera porque en medio de los páramos, comenzó a construirse en 1991 el campus del Tec, y con ello arribó una idea de la estética arquitectónica muy difícil de comprender. Para quienes vivimos aquel momento, habitar y usar el primer medio edificio de la escuela fue algo que, por lo menos, debimos aceptar como caótico. El diseño del campus nos había sido mostrado en el curso de inducción mediante una maqueta encerrada en un capelo de cristal, y el futuro se adivinaba, siempre según las palabras de nuestros administrativos, espectacular. El proyecto incluía gimnasio, biblioteca, edificios de aulas, estacionamientos, una fuente y canchas deportivas. A los que recibimos aquella promesa nos costó trabajo imaginarla, porque el terreno donde aquella utopía habría de realizarse era mayormente un pastizal pantanoso con un agujero lleno de agua negra al centro. Todo en la escuela era terracería, hasta el piso de las aulas de ese primitivo edificio rojo (Aulas I) al que subíamos para tomar clases sin que contara siquiera con barandales fijos. Desde luego, al transitar entre el cemento y el ruido, en aquellos días nadie podía imaginar el monstruo en que esa escuela se iba a convertir con el paso de los años.

De entrada, hay que decir que la maqueta desapareció súbitamente de la vista de todos. Después reapareció momentáneamente con un proyecto diferente, aunque todavía invisible, y finalmente no la vimos más. Lo que sí es que los nuevos edificios, además de la mitad del rojo que faltaba, comenzaron a erigirse en un acto que nos pareció de alguna manera mágico. Se levantaban las estructuras y después éstas eran cubiertas con acabados “instantáneos”, que consistían en perfiles prefabricados con moldes y almas de unicel y recubrimientos texturizados. Eso, suponíamos, era lo correcto estructuralmente hablando, pero lo que no quedaba claro era la estética que los edificios iban adquiriendo. Esta sin duda tuvo una intención neocolonial que, después supimos, era además de estilo pretendidamente inglés. La utilización de colores “viejos” como el ocre, el crema y el marrón intentaba tal vez darle un aspecto tradicional a los edificios, pero muy pronto, quién sabe si debido al cambio de proyectista, el conjunto comenzó a volverse todavía más ecléctico. El primer año, por ejemplo, una súbita ocurrencia de los directivos pretendió convertir al CCM en un campus ajedrecístico, supongo que tratando de representar la estrategia y la vocación emprendedora de sus egresados. Hoy no queda nada de esa supuesta visión estratégica que daba a los edificios nombres de piezas de ese juego (bueno, sólo el Ajedrez monumental de incógnita belleza, situado al centro de los edificios y diseñado por Miguel Peraza) y me es posible afirmar que tal proyecto tampoco estuvo en la maqueta original mostrada a los primero alumnos.

Las cosas se iban a poner cada vez peor. Ante la demanda de un edificio digno que resguardara la Biblioteca y la sala de cómputo, en 1993 se terminó la construcción de un ostentoso edificio de planta hexagonal que incluyó acabados “de lujo”, como pasillos con balaustradas neoclacisistas (moldeadas, también, y de color avejentado), pisos marmóreos, puertas de herrería, vitrales heráldicos y ventanales neocoloniales.  Desde ellas se podía observar, sin hacer grandes esfuerzos, ese enigmático agujero situado al centro del campus, cuyas pútridas aguas habrían de convertirse más tarde en una gran fuente. Tal objeto tampoco era parte del proyecto original; quienes con los años lo vimos crecer y decrecer, además de imaginar que en él vivía alguna especie de sierpe xochimilca, sabemos que sólo se optó por adaptar aquel incómodo pozo, quizás porque no quedaba de otra. Para rematar la biblioteca, Miguel Peraza fue llamado nuevamente para realizar una escultura que ornara la pequeña plaza situada al frente del edificio. Aquél hombre desnudo, Rey del Ajedrez (y alarmantemente asexuado) fue objeto de múltiples habladurías y teorías explicativas que nunca lograron dar con su verdadero significado. Recuerdo haber tomado agradables siestas bajo su sombra protectora.

El campus siguió creciendo y le tocó el turno a la cereza del pastel. Ese nuevo edificio, de imposible filiación estética, fue conocido como “Aulas III”, “La iglesia” o "el Palacio Municipal". Encargado de albergar elegantes y altamente tecnificadas aulas magnas, además de laboratorios de robótica, cafetería y oficinas, esta edificación constituye uno de los mayores infortunios arquitectónicos de la Ciudad de México. Dado que el nombre de su diseñador no está disponible, al menos en la información oficial, es realmente difícil tratar de desentrañar el enigma de su origen. Extrañamente dotado de una planta rectangular y coronado por tres pretenciosas cúpulas con linternilla tipo alcázar y veleta, la edificación produce de entrada la impresión de emular un templo. No queda claro si lo que su autor quería era erigir un santuario dedicado al conocimiento (dada la conocida vocación laica del Tec) o si lo que quería era homenajear neocolonialmente la antigua tradición arquitectónica novohispana de levantar cúpulas, cada vez más grandes y difíciles de imitar. Como sea, Aulas III es un edificio emblemático del CCM que hoy domina con su volumen y altura todo el conjunto. En apoyo a la teoría de que Aulas III representa un templo, su “campana” electrónica suena cada cambio de hora desde la linternilla de su cúpula, quizás en un intento por ahuyentar al demonio de la ignorancia, tal como sus posibles antecesores novohispanos hacían repicar sus campanas metálicas para exorcizar el viento y el área alrededor del templo, y así garantizar la seguridad de sus fieles al asistir a un servicio.

Pero es posible que ni con buena voluntad el edificio de Aulas III soporte un análisis de tipo simbólico. Se trata de una construcción funcional y de escaso gusto que sólo se permite imitar viejos esquemas, pero que los desconoce, de manera que resulta inútil buscar en su cúpula una emulación del cielo empíreo y su infinita movilidad, ni en su base cuadrada una simbolización de la tierra, delimitada por los puntos cardinales. El arquitecto de esa creación aparentemente sin sentido incorporó elementos sin saber su significado, y si hubiera leído algún tratado antiguo, hubiera sabido que una cúpula de tambor circular era un artificio presuntuoso que pocos se hubieran permitido. En general, las cúpulas son de tambor octogonal porque el octágono, en la geometría euclidiana, es el polígono que mejor representa el paso entre el cuadrado imperfecto y el círculo perfecto. De acuerdo con esa visión, sólo Dios es circular, mientras el hombre, cuadrado, hará lo imposible por ser como él, sin lograrlo jamás (en la tradición cristiana, Cristo es ese octágono, por poseer las dos naturalezas, divina y humana). El arquitecto de Aulas III proyectó y ejecutó su cúpula circular ignorando estas reglas básicas, y lo que le quedó fue un edificio anacrónico, poco funcional y estéticamente indescriptible. Para coronar su obra, es decir, “para colmo”, recubrió la cúpula de azulejos, tal vez soñando con las barrocas glorias de Tonantzintla, en Puebla, u homenajeando el famoso brillo de las de Pénjamo, festejado por Rubén Méndez del Castillo en su ya clásica canción.

El conjunto arquitectónico del Campus CCM del Tec de Monterrey, visible desde el periférico sur a la altura de la Calzada México-Xochimilco, resulta una propuesta arquitectónica desigual, prohijada tal vez por la nostalgia y un deseo mal logrado de modernidad. En su estilo indefinible, me siento tentado a inscribirla en algo que un amigo (de cuyo nombre no quiero acordarme) alguna vez dio acertadamente en llamar “Estilo Durazo Tardío”, pues al verlo uno no sabe si quiso ser grecorromano, renacentista, religioso, barroco, parténico, laico, ecléctico o simplemente bien intencionado. Todas esas posibilidades se asoman aunque el sitio oficial de la escuela se ufane en decir que “El proyecto de las instalaciones del Campus Ciudad de México en Tlalpan, se basó en un principio arquitectónico de hace varios siglos, el cual es llamado espacio áureo, que en anteriores épocas y hasta la fecha, se ha seguido utilizando para el diseño de varios edificios importantes”. En fin, un auténtico Bodrio.

Alberto Peralta de Legarreta

Volver arriba

 

Objetario® y Objetario de la Ciudad de México son Marcas Registradas. Todos los textos e imágenes ®Alberto Peralta de Legarreta