|
Rascar
el cielo en la Ciudad de México
Aunque difícil, todavía
es posible caminar o transitar hacia el centro de la Ciudad de
México sobre el Eje Central, antes Calle de San Juan de
Letrán, y en cierto tramo, Calle del Niño Perdido.
Lo primero se dificulta al tratar de dar pasos entre la vendimia
establecida en aceras, tan pobladas de puestos y compradores que
a veces resulta imposible lograr algún avance. Lo segundo
puede llegar a ser incluso más difícil, porque en
automóvil deben sortearse los sucesivos ríos humanos
que como columnas de hormigas cruzan la avenida en esquinas como
las de Artículo 123, República de Uruguay o Francisco
I. Madero, donde por alguna razón los automóviles
bajan la velocidad (ojalá fuera para admirar el edificio
Guardiola o el Palacio de Bellas Artes) y comienzan a sufrir las
consecuencias del carril de contraflujo, dedicado al tránsito
exclusivo de trolebuses y transporte público. Así,
en medio del caos, es necesario creer que a más de un capitalino
o turista debe habérsele ocurrido la idea de volar y rascar
aunque sea un poquito la libertad de movimiento que brinda el
cielo.
|
Tal idea puede que venga de
antiguo. Aunque con otras aspiraciones, a los capitalinos parecen
haberles atraído siempre las alturas. Entre otras cosas
el juego de los voladores (por cierto, no de Papantla),
con sus cuatro hombres-águila descendiendo en espiral,
debe haberles proporcionado a nuestros antepasados una buena visión
aérea de la ciudad. El poste de esta atracción pública
ocupó alguna vez los terrenos donde hoy está el
edificio de la Suprema Corte de Justicia, junto al Mercado del
Volador. El mismo Huei Teocalli o Templo Mayor llegó
a medir más de sesenta metros de altura y sus piedras sirvieron
luego para elevar el edificio catedralicio, de sesenta y siete
metros. También buscó las alturas la enorme cruz
de madera, hecha con el tronco de un solo y vetusto ciprés,
que Fray Toribio de Benavente hizo hincar en el antiguo atrio
de San Francisco para que todos pudieran verla en el Cuenca de
México. Finalmente, Chapultepec es otro ejemplo
de que las alturas eran y son un privilegio. El castillo se eleva
en lo que alguna vez fue la orilla del lago de Texcoco
para convertirse en refugio de tlahtoanimeh, emperadores,
presidentes y un colegio militar. Y para redondear, vivir en las
Lomas, arriba, es hoy todo un lujo que desde el porfiriato no
cualquiera se puede permitir. |
|
Pero fue hasta 1940 que los habitantes de la Ciudad de México
pudieron ver lo que realmente era rascar el cielo. Acostumbrados
a admirar edificios de poca altura por miedo a los constantes
temblores y derrumbes, nuestros abuelos ignoraban las estructuras
que las nuevas tecnologías de piloteo y el innovador concreto
armado serían capaces de crear. Fue así como poco
a poco y ante el asombro de los capitalinos -que venían
de todas partes, incrédulos y haciendo visera con las manos
para preguntarse hasta dónde iría a llegar- se levantó
el primer rascacielos de México. Se trataba de un edificio
sólido, geométrico y de aspecto sobrio al más
puro estilo Art-Déco de la gran capital comercial
del mundo, New York, recién salida de la gran depresión.
Sus portentosos once pisos de altura se alzaron desafiantes en
la esquina de San Juan de Letrán y Avenida Juárez,
cuyo número 4 fue desde entonces la altísima sede
de los Seguros La Nacional. El rascacielos, imitado después
por Sears que proyectó a su lado una especie de edificio
gemelo, fue obra de los arquitectos Manuel Ortiz Monasterio, Bernardo
Calderón y Luis Alvarado. Con su característico
color gris es hasta nuestros días uno de los edificios
más originales y bellos de la ciudad. Su austeridad contrasta
actualmente con el orgánico (aunque también déco)
diseño del Palacio de Bellas Artes, la discutida Torre
Latinoamericana (de estética indefinible) y los edificios
del Banco de México construidos sobre la malograda Plaza
Guardiola, a un lado del Callejón de la Condesa y la Casa
de los Azulejos, alguna vez propiedad de los extintos condes
del Valle de Orizaba.
Poco le duraría a tan célebre edificio de La Nacional
el orgullo de ser el más alto de la capital. Dieciséis
años después, justo enfrente y como resultado de
una especie de competencia ridícula, se construyó
la Torre Latinoamericana sobre lo que alguna vez fueron el atrio
del conjunto conventual San Francisco y sus Capillas del Capellán
y la Tercera Orden. El nuevo edificio del arquitecto Augusto Álvarez
fue dotado con 44 pisos y 184 metros de altura, incluyendo su
antena, y contó con grandes innovaciones que incluyeron
cimentación antisísmica y materiales a prueba de
fuego. El rascacielos, sin embargo, careció de gusto estético
y con el tiempo sufrió graves deterioros por falta de interés
y mantenimiento. Fue el edificio más alto de la ciudad
hasta 1972, cuando el Arquitecto Bosco Gutiérrez Cortina
construyó el Hotel de México sobre la Avenida de
los Insurgentes como un encargo de Adolfo Suárez, quien
apoyó también la construcción del Polyforum
Cultural Siqueiros, sui géneris inmueble que resguarda
el mural con mayor extensión en el mundo: La marcha de
la humanidad. El Hotel de México, sin embargo, no fue terminado
sino hasta la década de los noventa del siglo XX, cuando
después de interminables litigios se convirtió en
la sede del World Trade Center México. Cuenta
con 50 pisos, un restaurante giratorio y 207 metros de altura.
Tristemente, el edificio perdió su jerarquía cuando
se encontraba aún inconcluso y en el abandono. La década
de los ochenta regaló a la Ciudad de México nuevos
rascacielos que sirvieron para darle una imagen de fortaleza a
las instituciones nacionales, otros florecientes negocios y ofrecer
viviendas de lujo. Entre ellos se cuentan la Torre de Pemex de
Pedro Moctezuma (1984), el Hotel Nikko, la Torre Lomas y el edificio
de Mexicana de Aviación. Y entonces al capitalino, que
por fin se había acostumbrado a mirar para arriba, sólo
le quedó aspirar a mirar desde más arriba. Por eso
con la llegada del siglo XXI vino también la Torre Mayor,
construida por Reichmann International para formar parte del corredor
económico de Reforma. Sus 59 pisos y 225 metros de altura
la convirtieron de inmediato en un nuevo monumento del orgullo
citadino y en el edificio más alto de Hispanoamérica,
dure lo que dure ese gran honor.
Quizás una de las cosas que más llaman la atención
es que después de todo, desde semejantes alturas, todo
vuelve a ser un hormiguero; unos abajo sintiéndose hormigas
entre hormigas y otros desde arriba, rascando el cielo y sintiéndose
por unos instantes hombres que miran hormigas.
Alberto Peralta de Legarreta
|
Volver arriba
|