no dejes de avisarme
fernando morales
Su ojo izquierdo permanecía cerrado, incluso
cuando apenas levantaba la cabeza para dar vuelta a la hoja. Un
ruido rasposo había dejado de erizarle la carne al pasar
el papel debajo de su rostro sin afeitar para voltearlo y así
continuar con la que se había convertido en su única
ocupación: escribir cartas.
En un principio, éstas eran una simple descripción
de su quehacer cotidiano: mucha narración y poca reflexión.
La fórmula era ideal pues le permitía llenar con explicaciones
detalladas las tres cuartillas y media que sin necesidad de formalidades
habían sida establecidas por ambos desde su primera carta.
Además, él sabía que Paula detestaba poner
sus pensamientos bajo el microscopio, y más aún, sentirse
comprometida a ello cuando él tomaba la iniciativa.
Las cosas eran diferentes ahora. Hacía
quince años que la comunicación había sido
interrumpida pues las cartas de Paula dejaron de llegar. No cabe
duda que él la conocía muy bien, por ello nunca se
atrevió a cuestionar sus razones para no escribir más,
estaba seguro de que ella tendría un buen motivo para no
hacerlo. No la abrumó con las insistentes preguntas de antaño,
es cierto, pero dejándose llevar un poco por la necesidad,
y ciertamente por su soledad, se alejó de la descripción
y empapó sus cartas de pensamientos y encrucijadas filosóficas.
Sin mencionar que al abandonar sus negocios, pocos meses después
de recibir la última carta de Paula, y recluirse en su habitación
de la casa que había comprado para ella, él se había
cerrado las puertas para contar cualquier otra cosa que no fuera
esa larguísima y monótona rutina que era despertar
todos los días de madrugada, empuñando una pluma,
y escribir cartas inconclusas e indescifrables hasta el atardecer.
Era entonces cuando Fausto, legado familiar y única reminiscencia
del servicio doméstico de la Casa Vieja, entraba en su alcoba
para darle de comer, asearlo, recoger las cartas y arroparlo para
dormir, todo como si se tratara de un niño. Es por ello que
ahora prefería escribir lo que sentía y lo que pensaba,
no lo que hacía.
Sus sueños le hubieran gustado a Paula, eran
todo lo claro y sencillo que no eran sus cartas. En ellos siempre
se contaba una historia diferente pero sin complicaciones. Definitivamente
no eran como los sueños comunes que no tienen coherencia
ni principio ni final. Eran pasajes completamente lineales en los
que Paula y él eran los protagonistas. Unas veces iban de
compras, otras iban a comer y otras tantas, la mayoría, hacían
el amor. El caso es que siempre eran cosas que disfrutaban hacer
y que no tenían nada de extraño dentro de los sueños.
Para él no había momento del día más
feliz que el sueño, era el único lugar donde podía
refugiarse de sus propios pensamientos y reflexiones. Ver en sus
sueños sería como ver una vieja película donde
uno solamente es el espectador
A pesar de ello, al dar las cinco de la mañana
de cada día, invariablemente despertaba, es decir, la mitad
derecha de su cuerpo despertaba. Su ojo izquierdo permanecía
cerrado, antes lo cerraba ya que al descansar la cabeza sobre el
papel tenía que cruzar los ojos para poder leer lo que escribía,
pero con el tiempo su párpado se fue atrofiando a tal grado
que llegó el día en que no tuvo que esforzarse por
cerrarlo. De igual forma, su oreja y brazo izquierdos, así
como ambas piernas, perdieron toda sensibilidad y movilidad debido
a la presión que el resto del cuerpo ejercía sobre
estos miembros. Incluso su columna vertebral se había puesto
tan rígida que para entonces era ya un verdadero "candado"
que lo mantenía cerrado, atrapando el escritorio con las
piernas y el tórax. Por ello al despertar lo único
que podía hacer era abrir el ojo derecho y mover el brazo
del mismo costado para escribir.
Nunca recordaba sus sueños, era como si escaparan
de su memoria al abrir su ojo. Cada carta era una nueva disertación
incriminatoria o la recapitulación de alguna otra iniciada
meses o años atrás. Nada de sueños, sólo
ideas confusas. Escribía, discutía el por qué
Paula se había ido. Su monólogo policiaco lo hacia
recorrer una y otra vez los laberintos que construía a partir
de trozos de pasado. ¿Habría sido aquella infidelidad
que Paula nunca pudo perdonarle, aunque Dios sabe que ella trató,
y que se convirtió en la primera cruz del calvario de su
relación? ¿Tal vez su falta de coraje y convicción
al no luchar por lo que siempre quiso ser: un escritor famoso? ¿O
acaso su obsesión por encontrar respuestas a sus incesantes
preguntas? Respuestas había miles, ese era el problema, que
cada pregunta que se hacía era una respuesta en si misma.
Por eso seguía escribiendo y esperando, escribiendo y esperando.
Esperando, desde luego, a que Paula le diera las repuestas de nuevo,
una sola respuesta, no a sus preguntas sino a sus cartas. Al llegar
a lo que él consideraba el final de cada una de ellas, enlistaba
una serie de veinte posdatas, de las cuales la última era
siempre la misma en todas las cartas: "No dejes de avisarme
cuándo regresas para tener lista tu alcoba".
En las tardes entraba Fausto a su habitación,
que por otro lado no tenía más paciencia que un padre
primerizo en la sala de espera. Sin decir una sola palabra, ponía
la charola con la comida sobre el escritorio, justo a un lado de
su cabeza. Con una mano le apretaba los cachetes para que abriera
la boca, mientras que con la otra llevaba la cuchara atiborrada
a su interior. Sin preocuparse porque hubiera tragado la cucharada
anterior, Fausto repetía el proceso una y otra vez hasta
que el plato de la papilla quedara vacío. Luego pasaba un
trapo húmedo por la cara y el cuello de su patrón,
como si se tratara de un animal enfermo. Cada quince días
lo limpiaba de cuerpo entero y lo cambiaba ,de ropa, aunque nunca
tocaba su mano derecha pues le daba miedo quitarle la pluma y no
podérsela poner de nuevo. Finalmente le echaba un cobertor
sobre la espalda, tomaba las cartas del día y salía
de su habitación como había entrado, sin decir una
sola palabra. De igual manera tomaba el fajo de cartas y las arrojaba
al fuego de la chimenea. Era entonces cuando el silencio compensaba
su impaciencia, esa impaciencia que lo hacía parecer cruel
e indiferente ante la situación de aquel hombre, ya que era
precísamente su silencio lo que mantenía vivo a su
patrón y sus esperanzas de recibir una respuesta algún
día. Y no podría existir en el mundo gesto más
noble que su silencio pues Fausto, único heredero de la fortuna
de su patrón, era también el único en saber
que hacía quince años que Paula había muerto.
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