Contenido:


que el tiempo coleccione lágrimas no es culpa de nadie.

alberto peralta

En la profundidad de aquel llorar había algo inusitado. Esa tristeza que buscaba volverse subterránea, invisible, solitaria, sonreía única entre miles de miradas atentas y rumbo tan fijo como inconsciente. El tren comenzaba a escucharse en la cercanía de los túneles. Una de esas lágrimas escapó en el desconcierto y la zozobra de la gente por pararse justo en el lugar del andén donde sin más esfuerzo encontraría una puerta y así conseguir el asiento que aquel que estaba junto ansiaba con igual fuerza. En esos momentos la lágrima construía también sus propios rieles con una lentitud que parecía sentar las bases de una eternidad privada; surcaba, inquieta y exploradora, un rostro inmensamente hermoso e impasible.

No abordé el tren.

No pude hacerlo porque precisamente unos segundos antes aquella lágrima se descarrilaba y caía angustiosamente al profundo abismo de metro sesenta que había al final de esa piel morena, haciéndose pedazos, estallando con fuerza contra el piso de la estación. Como si esa tragedia no hubiera sucedido, otra lágrima comenzaba a asomarse como con pena, obligada quizás por el inagotable torrente que parecía haber detrás de ella. El rostro, inmóvil. La mirada silente. Cientos de vías abandonadas, rastros salados, cauces ásperos, reconstruían con gracia casi artística la topografía de aquella piel. Y en un momento que me costó reprimir me vi bebiendo esos caminos y alimentando con ello la sed de movimiento que me había dejado la pérdida del convoy. Un ansia de viaje se apoderó de mis manos, un deseo de nado, un incomprensible deseo de ahogarme y comprender las causas de aquel llanto, que a fuerza de ver desbarrancado y expuesto se había hecho mío. En esos momentos la lágrima tímida iniciaba ya su vuelo fatídico, y con ella, me sentí caer. Tuve la esperanza de que el golpe no fuera violento, pero el piso estaba tan helado, tan gris, y la sensación de verme separado de aquel todo prodigioso tan desgarradora, que aquel plaf fue contundente, y el estrépito de la lágrima resonó por todo el andén, por toda la estación y por toda la ciudad.

Yo sobreviví.

Sólo para ver que un nuevo tren entraba al túnel y la gente parecía ignorarlo por completo, sordos como estaban tras el estruendo de aquella tristeza. Atónitos pero indiferentes, pues al ver de reojo el tren volvieron a ser quienes eran, se encogieron de hombros y los prepararon para la batalla por las puertas. Vi las luces de los vagones cruzar los ojos de ese rostro y encenderlos momentáneamente, y en ellos pude adivinar, en un instante que el tiempo se preocupó por regalarme, una paz infinita y sin nombre, pero que sin duda era más una consecuencia que una causa. Demasiado pronto el tren partió dejando sólo la tenue luz de las mamparas, y una nueva lágrima, déspota, tomó el control disipando todo intento de esclarecimiento en esos ojos, en ese cuerpo que no se habían movido un ápice. La soledad y el silencio se adueñaron entonces del andén, dejándolo todo hueco. Sin comprender nada, de pronto sentí una inmensa necesidad de llorar. Un estremecimiento me sacudió sin remedio, y a la lágrima déspota que recorría esa piel hacia el abismo de uno sesenta, se unió una mía, que creí solidaria, pero que al caer descubrí era impulsada por una absoluta sinrazón. El tiempo y la soledad persistieron hasta un nuevo plaf que nadie escuchó. Otro tren se abría paso con su silbato entre el aire de la estación. Y justo en el momento en que volví a ver la luz de los vagones en aquellos ojos, éstos voltearon hacia mi, llenos de lo que me pareció agradecimiento, secos e inmensamente hermosos, y en aquel rostro de nuevo iluminado se paseó una sonrisa imperceptible. Con una calma que me pareció de siglos, los ojos se volvieron hacia la puerta abierta y desaparecieron dentro del vagón. El tren partió dejándome solo y vivo sobre el andén.

Llorando.

 



inicio
ensayopoesíacuento
Infortunia. Todos los derechos reservados ® 2003-2009